EL PUEBLO
(Fragmento)
El
camino serpeaba por la montaña, tallado en la roca, angosta cornisa siguiendo
el curso de un río disminuido por el verano, pero que de súbito, en lo profundo
del tajo, atestiguaba su existir con un espejeante remanso. Así que el camino
subía, la presencia del bosque era mayor, compacta, húmeda, perfumada, rumorosa
e íntima. Porque a esa hora, inminente
la noche, los arreboles creaban increíbles dorados en lo alto de los árboles,
pero hacia abajo, en archipiélagos de sombra, la vida de infinitos mínimos seres cobraba un sostenido tono menor, de
llamados, de arrullos, de admoniciones, de despedidas, todo como mullendo el
silencio para hacerlo más silencio aún.
Dura la roca del camino. En tantos años ni las llantas de las
tardas carretas ni el paso de los automotores habían mordido su superficie
grisazulenca. Igual al muro que le servía de respaldo, de sujeción al vértigo
que a veces producía la hondonada.
El camino nacía de los aledaños del pueblo y era una invitación
que a ciertas horas solían aceptar los enamorados y, a toda hora, los niños a
caza de aventuras que iban desde trepar riscos siguiendo huellas de animales
salvajes, a adormilarse en la lenta caza de lagartijas; de trepar alto en
procura de nidos, a sencillamente atiborrarse de dihueñes, maqui, moras o
murtillas.
Por el camino, a la avista ya del pueblo, bajaba, rápido y
sigiloso un chiquillo. Parecía todo él de bronce dorado, hasta el pelo colorín,
y las pecas diseminadas no sólo en la cara, sino en todo el cuerpo, acentuaban
el tono de la piel tensa de salud, cubriendo largos, apretados músculos. Un
hermoso cuerpo de chiquillo en que la cabeza altiva sobre los hombros
conquistaba por la belleza expresiva del rostro.
La cuesta parecía tirar de él, irlo sumiendo en la sombra que a su
vez subía de la tierra. Le era la caminata ejercicio habitual y no le jadeaba
la respiración, pero había ansiedad en sus ojos al escrutar el pueblo, íntegro
a la vista abajo, mostrando sus calles simétricas, damero con una plaza al
centro, su estación a un costado, su escuela, su calle del comercio, sus
edificios principales rodeados de vastos sitios y, también en vastos sitios,
los edificios menores. Pueblo igual a todos los pueblos del sur, junto a un
río, en un valle entre montañas, como de juguete, con casas de madera pintadas
de colores, encaperuzadas de tejuelas, condicionado por una excesiva geometría.
Si, pueblo como de juguete para gentes felices.
Varios hacendados se unieron a la poderosa Compañía Maderera de
Colloco para que se creara un paradero en la línea de ferrocarril ya existente,
no tanto para ir y venir de pasajeros, como para llevar hacia el norte los
productos de la zona.
Así nació la estación, perdida en la red de desvíos, vagones,
tinglados, rumas de maderas elaboradas, ir y venir de carretas, de camiones, de
autos, de coches. Perdida como un
corazón normal en el cuerpo de un gigante. Preciosa y precisa, marcando su
ritmo con el tic tac del reloj.
Metódica, eficaz e incansable.
El pueblo se hizo necesario de inmediato. Y nació, no como nacen
los pueblos generalmente, poco a poco, sino simultáneamente: porque mientras un
terrateniente edificaba sus galpones, las casas necesarias a su
administración y a sus obreros, los
otros no le iban en zaga, y todo crecía
a la vez, como brote de yemas en una primavera sin atraso.
Había urgencias vitales: nació el pequeño comercio. Había
chiquillos: se levantó una escuela. Había una peonada flotante: apareció a la
vera de la estación un puesto de empanadas.
Otro le hizo competencia, ofreciendo además arrollado y pebre. Pero
molestaban en esa periferia y se los obligó a retirarse. Así hubo una fonda y
una cocinería.
No, no era un pueblo de juguete, ni sus gentes tenían la vida
plácida.
El chiquillo seguía en su rápido descenso. Alcanzó a ver cómo se
encendían las luces de las calles; luego en las casas se iluminaron las
ventanas. Terminaba el camino de piedra. Un minuto después estaba en el plano,
los pies levantando polvo. Tomó por un atajo quebrado en ángulos. Un grillo
colocó cautelosamente en el silencio sus repetidas notas melancólicas. El
chiquillo se detuvo en seco. Con idéntica cautela otro grillo contestó igual
grupo de notas. Posiblemente un grillo auténtico no sorprendió la farsa. De
entre unos renovales avanzó otro chiquillo.
Eres loco …, ¡cómo puedes haberme esperado hasta tan tarde!
–exclamó Cacho, el que bajaba.
No me importa lo que pase … ¿Conseguiste algo? –contestó premioso
Conejo.
-La traigo en el bolsillo. Es una tenquita.
-¡Oh! ¡Que suerte! ¿Te costó mucho agarrarla?
-Un poco. Estaba alto el nido. Pero es de linda … ¿Y tú?
-Yo –dijo la voz de Conejo- yo sólo pude conseguir unas violetas
–y con un desconsuelo que asordó los sonidos-: Siempre le tengo lo mismo…
Cacho le echó un brazo por el cuello y dijo con un temblor de
ternura en la voz que era habitualmente alta y timbrada:
-Pero si a ella le gustan tanto… No te aflijas por eso … -y con un
brusco cambio de tono-: ¡La que nos espera! Son las mil y quinientas. Ándate ligero, y
hasta mañana temprano en la cueva.
Echó a correr por un nuevo atajo que llevaba al pueblo. El otro
iba lo más ligero que podía, que era mucho, porque una renguera congénita
balanceaba penosamente su figura magra.
Libro María Nadie, Marta Brunet, Editorial Universitaria.
www.universitaria.cl
Marta Brunet, Premio Nacional de Literatura 1961.
Chillán, Chile 9 de agosto de 1897 - Montevideo, Uruguay 27 de octubre de 1927.
www.uchile.cl/portal/extension-y-cultura/...marta-brunet/.../biografia
www.cervantesvirtual.com/portales/marta_brunet/
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