viernes, 10 de agosto de 2012

II. Del diario íntimo de Gabriela Mistral

Enlaza con el artículo anterior
Cuaderno Liminar (años diversos) Pág. 33 34



Entre las razones por las cuales yo no amo las ciudades –son varias-  se halla ésta: la muy vil infancia que regalan a los niños, la paupérrima, la desabrida y también la canallesca infancia, que en ellas tienen muchísimas criaturas.


Si  yo hubiese de volver a nacer en valles de este mundo, con todas las desventajas que me ha dejado  para la vida entre urbanos mi ruralismo, yo elegiría cosa no muy diferente de la que tuve entre unas salvajes quijadas de cordillera: una montaña patrona o unas colinas, ayudadoras de los juegos, o ese mismo valle de un kilómetro de ancho y dividido por la raya del pequeño río, como una cabeza femenina.


Por conservar sentidos vívidos y hábiles, siquiera hasta los doce años, a saber distinguir los lugares por los aromas; por conocer uno a uno los semblantes de las estaciones; por estimar las ocupaciones esenciales, que son, precisamente, las bellas, de los hombres antes de conocerles las suplementarias y groseras: el regar, el podar, el segar, el vendimiar, el ordeñar, el trasquilar.


Por entrar a los libros a los diez años, contando ya con una muchedumbre de formas y siluetas legítimas, a fin de que no se amueble la mente de nombres sino de cosas: cerro, vizcacha, guanaco, mirlo, tempestad, siesta. (El campo solamente posee la madrugada y la noche, por ejemplo).


Con el deseo de recibir el alfabeto de los sonidos, antes de que me den tontamente anticipada la música adulta.



A fin de que mis manos tomen posesión concienzuda y fina de los actos de las cosas, y se me individualicen cabalmente las lanas, los espartos, las gredas, la piedra porosa, la piedra-piedra; la almendra velluda, la almendra leñosa, y muchísimos cuerpecitos más, en las palmas conscientes.



La infancia en el campo, que avergüenza como un vestido de percal a nuestra gente cursi, la he sentido yo siempre, y la considero todavía, y cada día más, como un lujoso privilegio; agradeciendo la mía y deseando delante de cualquier niño que ya se endereza, el que la tenga semejante, cargada del mismo maravilloso que me ha sustentado a mis cuarenta años.