jueves, 30 de julio de 2015

El pueblo - Marta Brunet (Fragmento)


EL PUEBLO

(Fragmento)

El camino serpeaba por la montaña, tallado en la roca, angosta cornisa siguiendo el curso de un río disminuido por el verano, pero que de súbito, en lo profundo del tajo, atestiguaba su existir con un espejeante remanso. Así que el camino subía, la presencia del bosque era mayor, compacta, húmeda, perfumada, rumorosa e íntima. Porque  a esa hora, inminente la noche, los arreboles creaban increíbles dorados en lo alto de los árboles, pero hacia abajo, en archipiélagos de sombra, la vida de infinitos mínimos  seres cobraba un sostenido tono menor, de llamados, de arrullos, de admoniciones, de despedidas, todo como mullendo el silencio para hacerlo más silencio aún.

Dura la roca del camino. En tantos años ni las llantas de las tardas carretas ni el paso de los automotores habían mordido su superficie grisazulenca. Igual al muro que le servía de respaldo, de sujeción al vértigo que a veces producía la hondonada.


El camino nacía de los aledaños del pueblo y era una invitación que a ciertas horas solían aceptar los enamorados y, a toda hora, los niños a caza de aventuras que iban desde trepar riscos siguiendo huellas de animales salvajes, a adormilarse en la lenta caza de lagartijas; de trepar alto en procura de nidos, a sencillamente atiborrarse de dihueñes, maqui, moras o murtillas.

Por el camino, a la avista ya del pueblo, bajaba, rápido y sigiloso un chiquillo. Parecía todo él de bronce dorado, hasta el pelo colorín, y las pecas diseminadas no sólo en la cara, sino en todo el cuerpo, acentuaban el tono de la piel tensa de salud, cubriendo largos, apretados músculos. Un hermoso cuerpo de chiquillo en que la cabeza altiva sobre los hombros conquistaba por la belleza expresiva del rostro.

La cuesta parecía tirar de él, irlo sumiendo en la sombra que a su vez subía de la tierra. Le era la caminata ejercicio habitual y no le jadeaba la respiración, pero había ansiedad en sus ojos al escrutar el pueblo, íntegro a la vista abajo, mostrando sus calles simétricas, damero con una plaza al centro, su estación a un costado, su escuela, su calle del comercio, sus edificios principales rodeados de vastos sitios y, también en vastos sitios, los edificios menores. Pueblo igual a todos los pueblos del sur, junto a un río, en un valle entre montañas, como de juguete, con casas de madera pintadas de colores, encaperuzadas de tejuelas, condicionado por una excesiva geometría. Si, pueblo como de juguete para gentes felices.

Varios hacendados se unieron a la poderosa Compañía Maderera de Colloco para que se creara un paradero en la línea de ferrocarril ya existente, no tanto para ir y venir de pasajeros, como para llevar hacia el norte los productos de la zona.

Así nació la estación, perdida en la red de desvíos, vagones, tinglados, rumas de maderas elaboradas, ir y venir de carretas, de camiones, de autos, de coches.  Perdida como un corazón normal en el cuerpo de un gigante. Preciosa y precisa, marcando su ritmo  con el tic tac del reloj. Metódica, eficaz e incansable.

El pueblo se hizo necesario de inmediato. Y nació, no como nacen los pueblos generalmente, poco a poco, sino simultáneamente: porque mientras un terrateniente edificaba sus galpones, las casas necesarias a su administración  y a sus obreros, los otros no  le iban en zaga, y todo crecía a la vez, como brote de yemas en una primavera sin atraso.

Había urgencias vitales: nació el pequeño comercio. Había chiquillos: se levantó una escuela. Había una peonada flotante: apareció a la vera de la estación un puesto de empanadas.  Otro le hizo competencia, ofreciendo además arrollado y pebre. Pero molestaban en esa periferia y se los obligó a retirarse. Así hubo una fonda y una cocinería.

No, no era un pueblo de juguete, ni sus gentes tenían la vida plácida.

El chiquillo seguía en su rápido descenso. Alcanzó a ver cómo se encendían las luces de las calles; luego en las casas se iluminaron las ventanas. Terminaba el camino de piedra. Un minuto después estaba en el plano, los pies levantando polvo. Tomó por un atajo quebrado en ángulos. Un grillo colocó cautelosamente en el silencio sus repetidas notas melancólicas. El chiquillo se detuvo en seco. Con idéntica cautela otro grillo contestó igual grupo de notas. Posiblemente un grillo auténtico no sorprendió la farsa. De entre unos renovales avanzó otro chiquillo.

Eres loco …, ¡cómo puedes haberme esperado hasta tan tarde! –exclamó Cacho, el que bajaba.

No me importa lo que pase … ¿Conseguiste algo? –contestó premioso Conejo.

-La traigo en el bolsillo. Es una tenquita.
-¡Oh! ¡Que suerte! ¿Te costó mucho agarrarla?
-Un poco. Estaba alto el nido. Pero es de linda … ¿Y tú?
-Yo –dijo la voz de Conejo- yo sólo pude conseguir unas violetas –y con un desconsuelo que asordó los sonidos-: Siempre le tengo lo mismo…

Cacho le echó un brazo por el cuello y dijo con un temblor de ternura en la voz que era habitualmente alta y timbrada:

-Pero si a ella le gustan tanto… No te aflijas por eso … -y con un brusco cambio de tono-: ¡La que nos espera!  Son las mil y quinientas. Ándate ligero, y hasta mañana temprano en la cueva.

Echó a correr por un nuevo atajo que llevaba al pueblo. El otro iba lo más ligero que podía, que era mucho, porque una renguera congénita balanceaba penosamente su figura magra.

Libro María Nadie, Marta Brunet, Editorial Universitaria. 
www.universitaria.cl

Marta Brunet, Premio Nacional de Literatura 1961.  
Chillán, Chile 9 de agosto de 1897 - Montevideo, Uruguay 27 de octubre de 1927. 


www.uchile.cl/portal/extension-y-cultura/...marta-brunet/.../biografia
www.cervantesvirtual.com/portales/marta_brunet/

domingo, 19 de julio de 2015

Poema zen

Sakura (detalle) pintura de Luisa García-Hernández



Unas flores rosadas
silvestres en el monte
caen ante el ocaso.

Monje Sosei (muerto en 909 d.C.)


Poesía zen

Pintura de Luisa García-Hernández


Delgada, tan delgada
su tallo se inclina bajo el rocío, 
pequeña flor amarilla.

Basho

domingo, 12 de julio de 2015

Tres cuentos de Dionisio Escobar



Dionisio Escobar 

CEMENTO FRESCO

Nosotros los chilenos no soportamos ver en las calles un pavimento fresco. Tenemos que dejar “para siempre” nuestras pisadas, nuestro nombre o el nombre de algún amor. ¿Será que tenemos ansias de inmortalidad?

Hace unos años atrás conseguí un par de maestros que pavimentaran una parte de la vereda fuera de mi casa. Como no me salió nada de barato, pensé asegurarme que no pasara alguien y dejara sus señas. Me instalé adentro del auto en la calle, frente a la casa. Pasaba la gente, miraba el cemento fresco, me miraba a mí y seguía su camino. Durante algún tiempo esta escena se repitió muchas veces. Pasado largo rato en esto me sentí ridículo y entré a mi casa, pero aún con esta imagen rondando por mi cabeza. No pasaron  cinco minutos cuando decidí salir nuevamente a la calle para ver cómo estaba mi pavimento. Ya estaba rayado y con unas pisadas.

Ansias de destruir no nos faltan. Es que somos así. Vamos por el desierto más árido del mundo, vemos a lo lejos una pequeña y hermosa flor, desviamos  nuestros pasos y la pisamos como corresponde.





SEMANERO

A mi curso había llegado un alumno nuevo, con pinta de nada. Era de esas personas que nadie quiere. Era de esas personas que expelía rechazo. Como alumno era un mediocre. Era un don nadie. Todos los ignoraban. No tenía amigos. Nadie lo quería. Pero sabía colocarse. Sabía ser el personaje adecuado en el momento adecuado. La verdad es que se metió  a ser patero con el  Profesor, y él, ingenuo,  comenzó a considerarlo. En cierto momento, el Profesor Jefe lo designó “semanero” . Entonces ahí comenzó a aparecer la bestia que  traía escondida el alumnillo ése. Dio la casualidad que nuestro  profesor enfermó, entonces nuestro semanero se creyó el profesor y comenzó a darnos órdenes. Nos hacía ponernos en fila antes de entrar a la Sala de Clases. Nos obligaba a estar ordenados mientras nadie nos hacía clases. No podíamos conversar. Sólo podíamos estudiar. Qué miserable, más desagradable.

Como se engrandecen los personajillos cuando les dan aunque sea el cargo más insignificante.

Es como darle poder a un mono.




EL PICA-PICA

Uno de los clásicos personajes porteños era un señor conocido como el "Pica-Pica", que se lo veía diariamente por las calles de Valparaíso. Se lo veía por Pedro Montt, por la Plaza Victoria. No se podría decir que vestía pobremente. Más bien su ropa era andrajosa. De seguro se iba vistiendo a medida que la ropa que usaba se iba cayendo a pedazos.

Caminaba siempre con el sueño marcado en la frente, que indicaba que iba a hacer algo muy importante. Su "empleo"  era recoger y picar papeles a medida que  iba caminando, y caminaba muy rápido siempre, y con toda precisión se dirigía donde había un papel botado y a medida que lo recogía, iba picándolo con mucha meticulosidad, para luego volver a arrojarlo a la calle. Más de alguna vez lo vi. Hacía muy bien su trabajo. Nunca se lo vio triste o desanimado. Los que conocemos Valparaíso, sabemos que siempre tenía trabajo asegurado.



Dionisio Escobar. Libro Setenta Cuentos.  Ediciones Universitarias de Valparaíso. Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.  www.euv.cl



sábado, 11 de julio de 2015

Pablo de Rokha, un antinerudiano delirante




Los antinerudianos, digamos  los profesionales se dividieron en obsesivos como Ricardo Paseyro,  y delirantes, sin duda comandados por Pablo de Rokha. ¿De dónde surgió ese, a primera vista, odio parido? ¿Esa virulencia desaforada? ¿Tal rechazo absoluto? Detrás de tanta energía malgastada están, a no dudarlo, la envidia y una indesmentible admiración. Creo que se atribuye a Napoleón una frase decisiva: 

«La envidia es una declaración de inferioridad».

Fiebres como las que padeció De Rokha por todo cuanto oliera a nerudiano no son fáciles de hallar en la historia de la literatura universal. Tal vez Góngora contra Quevedo, en el Siglo de Oro; Lope de Vega contra Calderón de la Barca y Tirso de Molina contra Cervantes, en el Barroco; Shakespeare contra Marlowe en los años isabelinos, pero no llegaron al nivel de la fijación.


El apodo que recibió Neruda, mientras vivía, sin duda ingenioso, no contribuyó a humillarlo ni menos a destruirlo: el Bacalao. Para sus adversarios o enemigos era como una cucharada sopera de aceite de bacalao, remedio bárbaro que padecieron varias generaciones de niños.
—Para fortalecerlos, se decía.


En la otra punta, y con el mismo frenesí, están los chambelanes del Vate, secretarios, celestinos, trotaconventos, emisarios, recaderos, aduladores y acechantes varios que lo orbitaban. Su personalidad magnética generaba esos mundillos y da la impresión que atendía a unos y a otros.


Neruda fue sabio en no alargar la disputa y el conflicto histórico con De Rokha y lo enfrentó sólo hasta donde era prudente hacerlo, los años juveniles, dejando testimonio también de su certeza e imaginación para insultar con estilo y elegancia, para dar la estocada donde debía darla, para practicar el legendario arte de la diatriba, para derramar sobre el alterado De Rokha la respuesta vitriólica.


De Rokha captó temprano la fuerza hipnótica no sólo de la palabra poética nerudiana, sino también de su personalidad literaria. Ambos eran de egos monumentales, por lo tanto poseedores de personalidades inseguras, criados bajo esquemas familiares y sociales propios de los patriarcas decimonónicos. En el caso de De Rokha con frailes de por medio. Fue expulsado del seminario por sus lecturas anticlericales, en especial Nietzsche, y como en el caso del autor de Canto general poesía y vida resultan difíciles de separar. Biógrafos, exégetas y académicos las revisan con un afán incesante, las de Neruda, sin que ocurra lo mismo con su histórico adversario.


La polémica entre los dos poetas ha merecido poco espacio dentro del comentario crítico que vaya más allá de las páginas de los diarios, salvo el libro de Faride Zerán, La guerrilla literaria, tal vez porque se la ha considerado como periférica y de escasa gravitación intelectual, tomando en cuenta que el arte de impugnar al adversario, en nuestro país, tiene su máxima expresión en la actitud disolvente del chaqueteo criollo. De hecho, ambos contendores de esta más bien unilateral polémica fueron chaqueteados hasta el paroxismo. Neruda se sobrepuso, pero no así De Rokha que murió ninguneado. Y lo sigue estando post mortem.


En un rincón del ring algunas veces estuvo Neruda, en el opuesto aparece De Rokha, desconocido, menospreciado, aunque posee una obra y una propuesta que tienen excelentes momentos. No obstante, el conjunto de su legado, a pesar de los textos de reflexión consagrados tanto a su vida como a su obra, donde se destacan los de Antonio de Undurraga y de Fernando Lamberg, no logra no sólo crecer, sino ni siquiera despegar. Tal vez el más penetrante estudio sobre el conjunto de su obra sea Una escritura en movimiento (1988) a cargo del crítico e investigador Naín Nómez y merece destacarse la brillante tesis sobre el autor de Los gemidos, hecha en 2007, por Mauricio Gómez, de la Universidad de Playa Ancha: El pensamiento estético en Pablo de Rokha. Aun así, De Rokha no alcanza al público, ni forma parte del imaginario nacional, en tanto el mito y la gravitación del Neruda real no cesan de crecer.


El nombre del vate nacido en Licantén lo lleva una población popular, como él hubiera querido, y aparece en los letreros de las micros que llegan a ese remoto sector de la avenida Santa Rosa. Desconozco si sus aporreados habitantes saben de la pasión rokhiana, de sus excesos, de su suicidio, de su existencia llovida y desolada, del trágico destino de dos de sus hijos, de la muerte de su mujer, Winétt, de la autoedición y autoventa de sus obras por los campos y los barriales del sur chileno, cambiándolos en las cantinas y en las estaciones de trenes por provisiones. Un huaso épico y hambriento, de insaciable sed, devorador y trotamundos, desmesurado y tierno, bonachón y bramador. Sin duda, todo un hombre.


Como puede, buena parte de la obra rokhiana se sustenta en el correlato ideológico, en mayor medida que la del vate nacido en Parral. Su vaivén político fue mayor que el de Neruda. Abjuró del marxismo para después abrazarlo; adoró a Stalin y a la Unión Soviética para, a continuación, repudiarlos y alinearse tras la gesta maoísta. Da la impresión que no podía no sólo vivir, sino ser, si no sentía tras suyo una estela de admiración y de discípulos. Paradojalmente no hizo escuela, y propuso, como pocos escritores chilenos, no sólo poetas, un credo estético y político a lo menos aceptable, desplegado a todo pulmón en los años que ocupó. En él está el deseo de estructurar una poesía nacional y popular bajo el alero de la escuela de su invención: El Barroco Popular Americano.


Neruda siempre rechazó la reflexión sobre el ser, el ethos de la poesía, tal vez por considerarse más intuitivo que racional, más cerca de la sangre que de la tinta, y cumplió su promesa de no dejar textos sobre el modo de escribir poesía. Su arte poética la replanteó innumerables veces, in situ, repartida dentro de sus libros. Si bien, a lo menos en Residencia en la tierra asimiló, y de qué forma, el espíritu y el lenguaje de las vanguardias.


De Rokha, está claro, asumió como buena parte de su generación —años más años menos— la dialéctica de la vanguardia. Como lo hizo el Cholo Vallejo, como lo hicieron Huidobro y Oliverio Girondo. Los gemidos es de 1922 y fue recibido por la crítica como un libro nauseabundo, un auténtico cúmulo de horrores y barbaridades. Desde allí empieza el choque del huaso que leía a Kant —como aparece De Rokha enmascarado en Escritura de Raimundo Contreras—, no sólo con la crítica sino con cuanto pudiese contradecirlo. Embistió a todo lo que pudo. Nicanor Parra le hizo una verónica y se salvó de los cuernos del poeta a quien llamó «toro furioso» en su célebre “Manifiesto”: Nosotros condenamos / —y esto sí que lo digo con respeto—, la poesía de pequeño dios / la poesía de vaca sagrada / la poesía de toro furioso..., aunque la opinión de De Rokha sobre la antipoesía era tajante: «Es un pingajo desprendido del zapato del Cholo Vallejo».

Nada de mal, después de todo.

El libelo acusatorio Neruda y Yo aparece con el sello de la editorial Multitud, de la que era dueño De Rokha, en 1955, y es un tomo farragoso y con la estética del realismo socialista. Ha sido reeditado en 2007 por Ediciones Tácitas, Santiago de Chile.


Visto con la perspectiva del diseño actual, una antiestética. Páginas duras, saturadas, repletas de signos, reiteraciones y una cháchara que cansa hasta al más enconado detractor de Neruda. Llama la atención que encabece el libro con el título de Neruda y Yo, en ese orden, reconociendo explícitamente la superioridad del contendor. ¿Supo el residente de Isla Negra de este horror? Es probable. ¿Lo leyó? Lo es menos. A la par, y en 1966, once años después, otro barquinazo —el odio seguía intacto—, un opúsculo editado bajo el mismo sello Multitud: Tercetos dantescos a Casiano Basualto. Tercetos con rima, que le habrán costado no pocos desvelos, destinados a repudiar al admirado y exitoso Neruda.


Parte designándolo como: «Gallipavo senil y cogotero /de una poesía sucia, de macacos/ tienes la panza hinchada de dinero».

En el plano ideológico lo despacha así: «¿Tú revolucionario? La pelota / Del trotskismo te cuelga del hocico / Enmascarándote. Y Lenin te azota».


En la comparación de los aportes de cada uno, proclama: «La épica social americana / La escribo yo, rugiendo pueblo adentro, / Con mi pluma-fusil (gran hacha humana)».
«Lo bautizaste como Guillermina / Al Mascarón” que oculta tus ‘apremios’ / De bailarín de la Tía Carlina».


En el plano de las ideas políticas es una disputa de la época el estalinismo versus el trotskismo, durante los años treinta, cuando la actitud radical de Trotski fue considerada una traición, puro revisionismo, y el líder del ejército rojo se exilió en México.


Los dos libros acusatarios de De Rokha contra Neruda constituyen un prontuario, para llevarlo acto seguido a un juicio, emitir un fallo, condenarlo y, en definitiva, ejecutarlo sin apelación posible. Todo aquello desde una postura beligerante que hacía rato no encontraba respuesta. Están destinados a demostrar su: oportunismo marxista, su condición de pitutero, de panzista, de chanta y aprovechador, de revolucionario de trasnoche, de burgués enmascarado, de mentiroso, de cínico e hipócrita a la vez, de plagiario, de mediocre, de rastrero ante sus amigos ricos, de enemigo de los trabajadores, etcétera.
En el capítulo más enconado, pues en esta carrera De Rokha se sobrepuja a sí mismo, “Bacalao y la Banda Negra”, aparece fustigado Alone —entre otras cosas por cantinflesco—, quien, puesto que le gustaron las Odas elementales, le perdona su comunismo. Por su parte, Neruda habría alterado algunos poemas para no molestar a sus amistades enquistadas en el poder y los negocios, todos conservadores, escribiéndolos dos veces o suprimiendo versos conflictivos para mostrarse políticamente correcto. De Rokha exhibe pruebas, diarios, recortes, citas y vuelve una y otra vez sobre la pérfida y falsaria condición humana y literaria de Neruda.


Más abajo se entrega, con su habitual frecuencia majadera, al delirio narcisista: «Cuando en 1949 yo planteé en Arenga sobre el Arte los términos categóricos del Realismo en Hispanoamérica, como consecuencia natural y lógica de haber venido yo realizándolo, yo venido experimentándolo, yo venido organizándolo en mis poemas durante cuarenta años...».


Por su parte Neruda, recatado y sobrio, lo menciona de este modo en sus Memorias: «No pocos torcieron por ese atajo su vida, hacia el delito o hacia la propia destrucción. Mi legendario antagonista surgió de ese escenario. Primero trató de seducirme, de embarcarme en las reglas de su juego. Tal cosa era inadmisible para mi provincianismo pequeñoburgués. No me atrevía y no me gustaba vivir del expediente. Nuestro protagonista, en cambio, era un técnico en sacarles el jugo a las coyunturas. Vivía en un mundo de continua farsa, dentro del cual se estafaba a sí mismo inventándose una personalidad amenazante que le servía de profesión y de protección. / Ya es hora de que nombremos al personaje. Se llamaba Perico de Palothes.» (Confieso que he vivido. Memorias. 1974).


De Rokha sigue siendo grandilocuente, retórico, furiosamente agramatical. Es posible rescatar fragmentos suyos de Los gemidos, del Canto del macho anciano, de Escritura de Raimundo Contreras, de Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile, de su credo estético estridente y anacrónico. El legado de Neruda gravita mucho más y resplandece en demasiados momentos y etapas.


Neruda lo dejó desgastarse, que corriera solo, que luchara como un boxeador contra su sombra. Lo dejó autovictimarse y degradarse. Está claro que no lo perdonó y del mismo modo el rencor rokhiano traspasó la muerte. ¿Exigía Neruda sólo una actitud reverencial? Da la impresión que no. Si bien sabía lo que pesaba.


Cuesta acceder al mundo lírico de Pablo de Rokha, a sus versos gigantescos, a sus poemas ciclópeos, eternizados en un despliegue metafórico furibundo, a su tremendismo, y se le ve, dolorosamente sin duda, hundirse más en el olvido impune.


Ha pasado harto más de medio siglo desde el inicio de la polémica. De Rokha se suicidó el año 1968 y Neruda murió un lustro después, en 1973.


Ambos yacen bajo tierra, equidistantes para siempre.


Mario Valdovinos, Universidad Finis Terrae
www.fundacionneruda.org/documentos/nerudiana_agosto09.pdf