Los antinerudianos, digamos los profesionales se dividieron en obsesivos
como Ricardo Paseyro, y delirantes, sin
duda comandados por Pablo de Rokha. ¿De dónde surgió ese, a primera vista,
odio parido? ¿Esa virulencia desaforada? ¿Tal rechazo absoluto? Detrás de
tanta energía malgastada están, a no dudarlo, la envidia y una indesmentible
admiración. Creo que se atribuye a Napoleón una frase decisiva:
«La envidia
es una declaración de inferioridad».
Fiebres como las que padeció De Rokha por todo cuanto oliera a nerudiano no son fáciles de hallar en la historia de la literatura universal. Tal vez Góngora contra Quevedo, en el Siglo de Oro; Lope de Vega contra Calderón de la Barca y Tirso de Molina contra Cervantes, en el Barroco; Shakespeare contra Marlowe en los años isabelinos, pero no llegaron al nivel de la fijación.
El apodo que
recibió Neruda, mientras vivía, sin duda ingenioso, no contribuyó a
humillarlo ni menos a destruirlo: el Bacalao. Para sus adversarios o enemigos
era como una cucharada sopera de aceite de bacalao, remedio bárbaro que
padecieron varias generaciones de niños.
—Para fortalecerlos,
se decía.
En la otra punta, y
con el mismo frenesí, están los chambelanes del Vate, secretarios, celestinos,
trotaconventos, emisarios, recaderos, aduladores y acechantes varios que lo
orbitaban. Su personalidad magnética generaba esos mundillos y da la
impresión que atendía a unos y a otros.
Neruda fue sabio en
no alargar la disputa y el conflicto histórico con De Rokha y lo enfrentó
sólo hasta donde era prudente hacerlo, los años juveniles, dejando testimonio
también de su certeza e imaginación para insultar con estilo y elegancia,
para dar la estocada donde debía darla, para practicar el legendario arte de
la diatriba, para derramar sobre el alterado De Rokha la respuesta vitriólica.
De Rokha captó
temprano la fuerza hipnótica no sólo de la palabra poética nerudiana, sino
también de su personalidad literaria. Ambos eran de egos monumentales, por lo
tanto poseedores de personalidades inseguras, criados bajo esquemas familiares
y sociales propios de los patriarcas decimonónicos. En el caso de De Rokha con
frailes de por medio. Fue expulsado del seminario por sus lecturas
anticlericales, en especial Nietzsche, y como en el caso del autor de Canto
general poesía y vida resultan difíciles de separar. Biógrafos,
exégetas y académicos las revisan con un afán incesante, las de Neruda, sin
que ocurra lo mismo con su histórico adversario.
La polémica entre
los dos poetas ha merecido poco espacio dentro del comentario crítico que vaya
más allá de las páginas de los diarios, salvo el libro de Faride Zerán, La
guerrilla literaria, tal vez porque se la ha considerado como periférica y
de escasa gravitación intelectual, tomando en cuenta que el arte de impugnar
al adversario, en nuestro país, tiene su máxima expresión en la actitud
disolvente del chaqueteo criollo. De hecho, ambos contendores de esta
más bien unilateral polémica fueron chaqueteados hasta el paroxismo. Neruda
se sobrepuso, pero no así De Rokha que murió ninguneado. Y lo sigue estando post
mortem.
En un rincón
del ring algunas veces estuvo Neruda, en el opuesto aparece De Rokha, desconocido,
menospreciado, aunque posee una obra y una propuesta que tienen excelentes
momentos. No obstante, el conjunto de su legado, a pesar de los textos de
reflexión consagrados tanto a su vida como a su obra, donde se destacan los de
Antonio de Undurraga y de Fernando Lamberg, no logra no sólo crecer, sino ni
siquiera despegar. Tal vez el más penetrante estudio sobre el conjunto de su
obra sea Una escritura en movimiento (1988) a cargo del crítico e
investigador Naín Nómez y merece destacarse la brillante tesis sobre el autor
de Los gemidos, hecha en 2007, por Mauricio Gómez, de la Universidad de
Playa Ancha: El pensamiento estético en Pablo de Rokha. Aun así, De
Rokha no alcanza al público, ni forma parte del imaginario nacional, en tanto
el mito y la gravitación del Neruda real no cesan de crecer.
El nombre del vate
nacido en Licantén lo lleva una población popular, como él hubiera querido,
y aparece en los letreros de las micros que llegan a ese remoto sector
de la avenida Santa Rosa. Desconozco si sus aporreados habitantes saben de la
pasión rokhiana, de sus excesos, de su suicidio, de su existencia llovida y
desolada, del trágico destino de dos de sus hijos, de la muerte de su mujer,
Winétt, de la autoedición y autoventa de sus obras por los campos y los
barriales del sur chileno, cambiándolos en las cantinas y en las estaciones
de trenes por provisiones. Un huaso épico y hambriento, de insaciable sed,
devorador y trotamundos, desmesurado y tierno, bonachón y bramador. Sin duda,
todo un hombre.
Como puede, buena
parte de la obra rokhiana se sustenta en el correlato ideológico, en mayor
medida que la del vate nacido en Parral. Su vaivén político fue mayor que el
de Neruda. Abjuró del marxismo para después abrazarlo; adoró a Stalin y a la
Unión Soviética para, a continuación, repudiarlos y alinearse tras la gesta
maoísta. Da la impresión que no podía no sólo vivir, sino ser, si no
sentía tras suyo una estela de admiración y de discípulos. Paradojalmente no
hizo escuela, y propuso, como pocos escritores chilenos, no sólo poetas, un
credo estético y político a lo menos aceptable, desplegado a todo pulmón en
los años que ocupó. En él está el deseo de estructurar una poesía nacional
y popular bajo el alero de la escuela de su invención: El Barroco Popular
Americano.
Neruda siempre
rechazó la reflexión sobre el ser, el ethos de la poesía, tal vez por
considerarse más intuitivo que racional, más cerca de la sangre que de la
tinta, y cumplió su promesa de no dejar textos sobre el modo de escribir
poesía. Su arte poética la replanteó innumerables veces, in situ,
repartida dentro de sus libros. Si bien, a lo menos en Residencia en la
tierra asimiló, y de qué forma, el espíritu y el lenguaje de las
vanguardias.
De Rokha, está
claro, asumió como buena parte de su generación —años más años menos— la
dialéctica de la vanguardia. Como lo hizo el Cholo Vallejo, como lo hicieron
Huidobro y Oliverio Girondo. Los gemidos es de 1922 y fue recibido por
la crítica como un libro nauseabundo, un auténtico cúmulo de horrores
y barbaridades. Desde allí empieza el choque del huaso que leía a Kant —como
aparece De Rokha enmascarado en Escritura de Raimundo Contreras—, no
sólo con la crítica sino con cuanto pudiese contradecirlo. Embistió a todo
lo que pudo. Nicanor Parra le hizo una verónica y se salvó de los cuernos del
poeta a quien llamó «toro furioso» en su célebre “Manifiesto”: Nosotros
condenamos / —y esto sí que lo digo con respeto—, la poesía de pequeño dios
/ la poesía de vaca sagrada / la poesía de toro furioso..., aunque la
opinión de De Rokha sobre la antipoesía era tajante: «Es un pingajo desprendido
del zapato del Cholo Vallejo».
Nada de mal, después
de todo.
El libelo
acusatorio Neruda y Yo aparece con el sello de la editorial Multitud, de
la que era dueño De Rokha, en 1955, y es un tomo farragoso y con la estética
del realismo socialista. Ha sido reeditado en 2007 por Ediciones Tácitas,
Santiago de Chile.
Visto con la
perspectiva del diseño actual, una antiestética. Páginas duras, saturadas,
repletas de signos, reiteraciones y una cháchara que cansa hasta al más enconado
detractor de Neruda. Llama la atención que encabece el libro con el título de
Neruda y Yo, en ese orden, reconociendo explícitamente la superioridad del
contendor. ¿Supo el residente de Isla Negra de este horror? Es probable. ¿Lo
leyó? Lo es menos. A la par, y en 1966, once años después, otro barquinazo
—el odio seguía intacto—, un opúsculo editado bajo el mismo sello Multitud: Tercetos
dantescos a Casiano Basualto. Tercetos con rima, que le habrán costado no
pocos desvelos, destinados a repudiar al admirado y exitoso Neruda.
Parte designándolo
como: «Gallipavo senil y cogotero /de una poesía sucia, de macacos/ tienes la
panza hinchada de dinero».
En el plano
ideológico lo despacha así: «¿Tú revolucionario? La pelota / Del trotskismo
te cuelga del hocico / Enmascarándote. Y Lenin te azota».
En la comparación
de los aportes de cada uno, proclama: «La épica social americana / La escribo
yo, rugiendo pueblo adentro, / Con mi pluma-fusil (gran hacha humana)».
«Lo bautizaste como Guillermina
/ Al Mascarón” que oculta tus ‘apremios’ / De bailarín de la Tía Carlina».
En el plano de las
ideas políticas es una disputa de la época el estalinismo versus el
trotskismo, durante los años treinta, cuando la actitud radical de Trotski fue
considerada una traición, puro revisionismo, y el líder del ejército rojo se
exilió en México.
Los dos libros
acusatarios de De Rokha contra Neruda constituyen un prontuario, para llevarlo
acto seguido a un juicio, emitir un fallo, condenarlo y, en definitiva, ejecutarlo
sin apelación posible. Todo aquello desde una postura beligerante que hacía
rato no encontraba respuesta. Están destinados a demostrar su: oportunismo
marxista, su condición de pitutero, de panzista, de chanta y aprovechador, de
revolucionario de trasnoche, de burgués enmascarado, de mentiroso, de cínico
e hipócrita a la vez, de plagiario, de mediocre, de rastrero ante sus amigos
ricos, de enemigo de los trabajadores, etcétera.
En el capítulo más
enconado, pues en esta carrera De Rokha se sobrepuja a sí mismo, “Bacalao y la
Banda Negra”, aparece fustigado Alone —entre otras cosas por cantinflesco—,
quien, puesto que le gustaron las Odas elementales, le perdona su
comunismo. Por su parte, Neruda habría alterado algunos poemas para no
molestar a sus amistades enquistadas en el poder y los negocios, todos conservadores,
escribiéndolos dos veces o suprimiendo versos conflictivos para mostrarse
políticamente correcto. De Rokha exhibe pruebas, diarios, recortes, citas y
vuelve una y otra vez sobre la pérfida y falsaria condición humana y literaria
de Neruda.
Más abajo se
entrega, con su habitual frecuencia majadera, al delirio narcisista: «Cuando en
1949 yo planteé en Arenga sobre el Arte los términos
categóricos del Realismo en Hispanoamérica, como consecuencia natural y
lógica de haber venido yo realizándolo, yo venido experimentándolo,
yo venido organizándolo en mis poemas durante cuarenta años...».
Por su parte
Neruda, recatado y sobrio, lo menciona de este modo en sus Memorias: «No
pocos torcieron por ese atajo su vida, hacia el delito o hacia la propia
destrucción. Mi legendario antagonista surgió de ese escenario. Primero
trató de seducirme, de embarcarme en las reglas de su juego. Tal cosa era
inadmisible para mi provincianismo pequeñoburgués. No me atrevía y no me
gustaba vivir del expediente. Nuestro protagonista, en cambio, era un técnico
en sacarles el jugo a las coyunturas. Vivía en un mundo de continua farsa,
dentro del cual se estafaba a sí mismo inventándose una personalidad
amenazante que le servía de profesión y de protección. / Ya es hora de que
nombremos al personaje. Se llamaba Perico de Palothes.» (Confieso que he
vivido. Memorias. 1974).
De Rokha sigue
siendo grandilocuente, retórico, furiosamente agramatical. Es posible rescatar
fragmentos suyos de Los gemidos, del Canto del macho anciano, de Escritura
de Raimundo Contreras, de Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile,
de su credo estético estridente y anacrónico. El legado de Neruda gravita
mucho más y resplandece en demasiados momentos y etapas.
Neruda lo dejó
desgastarse, que corriera solo, que luchara como un boxeador contra su sombra.
Lo dejó autovictimarse y degradarse. Está claro que no lo perdonó y del mismo
modo el rencor rokhiano traspasó la muerte. ¿Exigía Neruda sólo una actitud
reverencial? Da la impresión que no. Si bien sabía lo que pesaba.
Cuesta acceder al
mundo lírico de Pablo de Rokha, a sus versos gigantescos, a sus poemas
ciclópeos, eternizados en un despliegue metafórico furibundo, a su
tremendismo, y se le ve, dolorosamente sin duda, hundirse más en el olvido
impune.
Ha pasado harto más
de medio siglo desde el inicio de la polémica. De Rokha se suicidó el año
1968 y Neruda murió un lustro después, en 1973.
Ambos yacen bajo
tierra, equidistantes para siempre.
Mario Valdovinos, Universidad Finis Terrae
www.fundacionneruda.org/documentos/nerudiana_agosto09.pdf
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