lunes, 30 de marzo de 2009

Poemas de Eduardo Díaz E.

ARTISTA

Esos ojos providentes vuelan miradas,
en la madrugada,
minutos de pánico anunciando
los nuevos tiempos
Dalí me importa un rábano,
nunca supo que existía yo,
él acumuló todo con verdadera codicia,
mientras, diligentemente,
con un sacapuntas nuevo
preparo los lápices de colores
a mis nietos.



INTERRUPCIÓN

Vaya mentalidad
¿qué había hecho?
entré a la fuerza
a la casa vecina,
la mujer se bañaba,
atentamente la jaboné
la convertí en prensa de un juego
mayor, un privilegio
después de su sonrisa.
Nadie me inculpó.
Todo lo manipuló el destino.



CAIDA

"Aquí no hay nada a qué aferrarse",
eso dijiste.
Gritos, alaridos y una enconada
resistencia a morir, pero,
ya, suavemente, con esa mano
que me acariciaste tantas veces
me empujaste por el acantilado.



ANUNCIACIÓN

Viste lo que pasó
creí que era muerte
anticipada,
ahora:
más probable que sea yo
el que muera.



©Eduardo Díaz Espinoza

Poemas Cortos.

Antofagasta - Chile 1937-2009

jueves, 19 de marzo de 2009

Recordando a Sabines

Los Amorosos.

Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso,
el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.

Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre- ¡ que bueno !- han de estar solos.

Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.

En la obscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.

Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor como una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.
Los amorosos se ponen a cantar entre labios
una canción no aprendida,
y se van llorando, llorando,
la hermosa vida.


Jaime Sabines.



Jaime Sabines
18 de marzo de 1999.- Muere el poeta mexicano Jaime Sabines, uno de los autores hispanoamericanos más populares de las últimas décadas. Autor de obras como "Tarumba", "Algo sobre la muerte del mayor Sabines" y "Horal", libro que contiene el poema "Los Amorosos", una de las obras más conocidas de la poesía mexicana. Nace el 25 de marzo de 1926.


miércoles, 11 de marzo de 2009

Ensayo Umberto Eco - El zen y occidente

Umberto Eco - El zen y occidente

El presente ensayo se remonta a 1959, época en la cual en Italia comenzaban a rebullir las primeras curiosidades en torno al Zen. Dudábamos de incor­porarlo a esta segunda edición por dos motivos:

1) La vague del Zen no ha dejado posteriormente señales dignas de mención en la producción artística fuera de América, y las consideraciones en torno al misino son hoy menos urgentes que ocho años atrás.

2) Aunque nuestro ensayo circunscribía muy explícitamente la experiencia del Zen entre los fe­nómenos de una "moda" cultural, indagando pero no propagando sus razones, hubo lectores precipita­dos (o de mala fe) que lo denunciaron como un ma­nifiesto, como el intento incauto de un trasplante, lo cual, en cambio, aparece claramente criticado en el úl­timo párrafo del ensayo.
Sea como fuere, hemos decidido conservar el capítulo porque:

1) Los fenómenos culturales que simbolizaba la moda del Zen continúan válidos en los Estados Unidos... y dondequiera que se instauren formas de reacción a-ideológica, místico-erótica frente a la civilización industrial (incluso a través del recurso a los alucinógenos).

2) No hay que pretender nunca cubrirse con la estupidez ajena.

"Durante los últimos años, en América, ha empezado a dejarse oír en los más diversos lugares, en las conversaciones de las señoras, en las reuniones académicas, en los cocktail-parties... una pequeña palabra japonesa, de sonido que zumba y pincha, con referencias casuales o exactas. Esta breve y excitante palabra es 'Zen'." Así se expresaba, a fi­nales de los años cincuenta, una difundida revista nortea­mericana al señalar uno de los fenómenos culturales y de costumbres más curiosos de los últimos tiempos. Enten­dámonos: el budismo Zen rebasa los límites del "fe­nómeno de costumbres", porque representa una especifi­cación del budismo que hunde sus raíces en los siglos y que ha influido profundamente la cultura china y japonesa; baste pensar que las técnicas de la esgrima, del tiro al arco, del té y del arreglo de las flores, de la arquitectura, de la pintura, de la poesía japonesa, han sufrido la influencia de esta doctrina, cuando no han sido su expresión directa. Pero, para el mundo occidental, el Zen se ha convertido en estos últimos años en un fenómeno de costumbres y el pú­blico ha comenzado a notar las referencias al Zen que desde hace unos pocos años aparecen en una serie de diser­taciones críticas aparentemente independientes: el Zen y la beat generation, el Zen y el psicoanálisis, el Zen y la música de vanguardia en Norteamérica, el Zen y la pintura informal, y, por último, el Zen y la filosofía de Wittgenstein, el Zen y Heidegger, el Zen y Jung... Las referencias comienzan a re­sultar sospechosas, el filólogo huele el camelo, el lector co­rriente pierde la orientación, cualquier persona sensata se indigna abiertamente cuando sabe que R. L. Blyth ha es­crito un libro sobre el Zen y la literatura inglesa, identifi­cando situaciones "Zen" en los poetas ingleses desde Sha­kespeare a Milton, a Wordsworth, Tennyson, Shelley y Keats, hasta los prerrafaelistas. Sin embargo, el fenómeno existe y personas dignas de la mayor consideración se han ocupado de él; Inglaterra y los Estados Unidos están sa­cando un montón de volúmenes sobre el tema, libros que van desde la simple divulgación al estudio erudito, y, espe­cialmente en América, grupos de personas van a escuchar las palabras de los maestros del Zen emigrados del Japón y, más especialmente, del doctor Daisetz Teitaro Suzuki, un anciano que ha dedicado su vida a la divulgación de esta doctrina en Occidente, escribiendo una serie de volúmenes y calificándose como la máxima autoridad al respecto.

Tendremos que preguntarnos, pues, cuáles pueden ser los motivos de la favorable acogida del Zen en Occidente: por qué el Zen y por qué ahora. Ciertos fenómenos no ocurren por casualidad. En este descubrimiento del Zen por parte de Occidente puede haber mucha ingenuidad y mucha su­perficialidad en el intercambio de ideas y sistemas, pero si el hecho ha tenido lugar es porque cierta coyuntura cultu­ral y psicológica ha favorecido su aparición.

No es aquí donde habrá que hacer una justificación in­terna del Zen; existe al respecto una literatura muy rica, más o menos especializada, a la cual podemos remitirnos para las necesarias profundizaciones y las verificaciones or­gánicas del sistema.

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Lo que nos interesa más ahora es ver qué elementos del Zen han podido fascinar a los occidenta­les y encontrarlos preparados para acogerlo.

Hay en el Zen una actitud fundamentalmente antiinte­lectual, de elemental y decidida aceptación de la vida en su inmediatez, sin tratar de sobreponerle explicaciones que la harían rígida y la aniquilarían, impidiéndonos aprehen­derla en su libre fluir, en su positiva discontinuidad. Y quizá hayamos pronunciado la palabra exacta. La disconti­nuidad es, en las ciencias como en las relaciones corrientes, la categoría de nuestro tiempo: la cultura occidental mo­derna ha destruido definitivamente los conceptos clásicos de continuidad, de ley universal, de relación causal, de pre-visibilidad de los fenómenos; en resumidas cuentas, ha re­nunciado a elaborar fórmulas generales que pretendan de­finir el complejo del mundo en términos simples y definiti­vos. En el lenguaje contemporáneo han hecho aparición nuevas categorías: ambigüedad, inseguridad, posibilidad, probabilidad. Es muy peligroso hacer un manojo con to­das las hierbas que encontremos y asimilar, tal como esta­mos haciendo, ideas que provienen de los más diversos sectores de la cultura contemporánea con sus acepciones precisas y claras; pero el hecho mismo de que una diserta­ción como ésta sea vagamente posible y alguien pueda in­dulgentemente aceptarla como correcta significa que todos estos elementos de la cultura contemporánea están unifica­dos por un estado de ánimo fundamental: la conciencia de que el universo ordenado e inmutable de un tiempo, en el mundo contemporáneo, representa a lo sumo una nostal­gia, pero no es ya el nuestro. De aquí —¿es preciso de­cirlo?— la problemática de la crisis, puesto que es necesario una sólida estructura moral y mucha fe en las posibilidades del hombre para aceptar tranquilamente un mundo en el que parece imposible introducir módulos de orden defini­tivos.
De pronto, alguien ha encontrado el Zen. Con la auto­ridad de su venerable edad, esta doctrina venía a enseñar que el universo, el todo, es mudable, indefinible, fugaz, pa­radójico; que el orden de los acontecimientos es una ilu­sión de nuestra inteligencia esclerotizante, que todo in­tento de definirlo y fijarlo en leyes está abocado al fra­caso... Pero que precisamente en la plena conciencia y en la aceptación gozosa de esta condición está la máxima sabi­duría, la iluminación definitiva; y que la crisis eterna del hombre no surge porque éste debe definir el mundo y no lo logra, sino porque quiere definirlo cuando no debe ha­cerlo. Proliferación extrema del budismo mahayana, el Zen sostiene que la divinidad está presente en la viva multiplici­dad de todas las cosas y que la beatitud no consiste en sus­traerse al flujo de la vida para desvanecerse en la incons­ciencia del Nirvana como nada, sino en aceptar todas las cosas, en ver en cada una la inmensidad del todo, en ser fe­lices con la felicidad del mundo que vive y bulle de aconte­cimientos. El hombre occidental ha descubierto en el Zen la invitación a admitir esta aceptación renunciando a los módulos lógicos y realizando sólo tomas de contacto di­recto con la vida.

Por esto en Norteamérica es habitual distinguir hoy entre Beat Zen y Square Zen. El Square Zen es el Zen "cua­drado", regular, ortodoxo, al que se dirigen las personas que advierten confusamente que han encontrado una fe, una disciplina, un "camino" de salvación (¡cuántas hay in­quietas, confusas, disponibles en Norteamérica, dispuestas a ir de la Christian Science al Ejército de Salvación, y ahora, ¿por qué no?, al Zen!) y, bajo la guía de los maes­tros japoneses, participan en verdaderos cursos de ejerci­cios espirituales, aprendiendo la técnica del "sitting", pa­san largas horas de meditación silenciosa controlando la respiración para llegar a derrumbar, como enseñan algu­nos maestros, la posición cartesiana y afirmar: "Respiro, sin embargo existo". El Beat Zen es, en cambio, el Zen del que han hecho bandera los hypsters del grupo de San Fran­cisco, los Jack Kerouac, los Ferlinghetti, los Ginsberg, en­contrando en sus preceptos y en su lógica, es decir, en la "ilógica" del Zen, las indicaciones para cierto tipo de poe­sía, así como los módulos calificados para una repulsa de la american way of life. La beat generation se dirige al orden existente sin tratar de cambiarlo, sino poniéndose al mar­gen de él y "buscando el significado de la vida en una ex­periencia subjetiva más que en un resultado objetivo".

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Los beatniks usan el Zen como calificación de su propio in­dividualismo anárquico; y, como ha señalado Harold E. McCarthy en un estudio suyo sobre lo "natural" y lo "in­natural" en el pensamiento de Suzuki,

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han aceptado sin demasiadas discriminaciones ciertas afirmaciones del maestro japonés por las cuales los principios y las formas de la organización social son artificiales. Esta espontanei­dad ha resultado sugerente a los oídos de una generación ya educada por cierto tipo de naturalismo, y ninguno de los hypsters ha observado el hecho de que el Zen no rechaza la sociabilidad tout court, sino que rechaza una sociabilidad convencional para buscar otra espontánea cuyas relaciones se funden en una adhesión libre y feliz, reconociendo cada uno al otro como parte de un mismo cuerpo universal. Sin darse cuenta de que no han hecho sino adoptar los modos exteriores de un conformismo oriental, los profetas de la generación perdida han esgrimido el Zen como justifica­ción de sus vagabundeos religiosos nocturnos y de sus sacras intemperancias. Cedemos la palabra a Jack Kerouac:

La nueva poesía americana, tipificada por la San Fran­cisco Renaissance —es decir, Ginsberg, yo, Rexroth, Ferlinghetti, McClure, Corso, Gary Snyder, Phil Lamantia y Philip Whalen, por lo menos—, es un género de vieja y nueva locura poética del Zen, escribir todo lo que nos pasa por la cabeza, tal como viene, poesía que vuelve a sus orígenes, verdaderamente oral, como dice Ferlinghetti, no aburrida sutileza académica... Estos nuevos poetas puros se confiesan por el simple goce de la confesión. Son mucha­chos... cantan, se abandonan al ritmo. Lo que es diametral-mente opuesto a la ocurrencia de Eliot, que nos aconseja sus desconcertantes y desoladoras reglas, como lo "correla­tivo" y otras cosas por el estilo, que no son más que pala­brería y, en último término, una castración de la necesidad viril de cantar libremente... Pero la San Francisco Renais­sance es la poesía de una nueva Locura Santa como la de los tiempos antiguos (Li Po, Hanshan, Tom O Bedlam, Kid Stuart, Blake), y es también una disciplina mental tipificada en el haiku, es decir, en el método de tender directamente a las cosas, puramente, concretamente, sin abstracciones ni explicaciones, wham wham the true blue song of man.

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Así, Kerouac, en el Dharma Burns, describe sus vagabun­deos por los bosques, llenos de meditaciones y aspiracio­nes a la completa libertad; su autobiografía es la de una presunta iluminación (la de un satori, como dirían los maestros del Zen) alcanzada en una serie de éxtasis silves­tres y solitarios: "... bajo la luna, yo vi la verdad: aquí, esto es Eso..., el mundo es como es el Nirvana, yo estoy bus­cando el Cielo fuera cuando el Cielo está aquí, el Cielo no es más que este pobre mundo digno de compasión. Ah, si pudiera comprender, si pudiera olvidarme de mí mismo y dedicar mis meditaciones a la liberación, a la conciencia y a la beatitud de todas las criaturas vivas, comprendería que todo lo que es es éxtasis". Pero surge la duda de que esto sea precisamente Beat Zen, un Zen personalísimo; de que, cuando Kerouac afirma: "No sé. No me importa. Es lo mismo", en esta declaración no haya tanto de alejamiento cuanto cierta hostilidad, una autodefensa airada, muy ale­jada del sereno y afectuoso apartamiento del verdadero "iluminado".

En sus éxtasis en el bosque, Kerouac descubre que "toda cosa es buena para siempre, y para siempre y para siempre"; y escribe I WAS FREE, todo en mayúsculas; pero esto es pura excitación y, en último término, un in­tento de comunicar a los demás una experiencia que el Zen considera incomunicable, y de comunicarla a través de ar­tificios emotivos allí donde el Zen ofrece al neófito la larga meditación de decenios sobre un problema paradójico para depurar la mente saturada en la plena tensión de la inteligencia. ¿No será entonces el Beat Zen un Zen muy fácil, hecho para individuos que tienden a no comprome­terse y que lo aceptan como los biliosos de hace cuarenta años elegían el superhombre nietzschiano como bandera de su intemperancia? ¿Dónde ha ido a parar la pura y si­lenciosa serenidad del maestro del Zen y "la viril necesidad de cantar libremente" en la imitación catuliana de Allen Ginsberg (Malest Cornifici tuo Catullo) que pide comprensión para su honesta inclinación hacia los adolescentes y con­cluye: "You're angry at me. For all my lovers? — It's hard to eat shit, without having vision — & when they have eyes for me it's Heaven"?

Ruth Fuller Sasaki, una señora norteamericana que en 1958 fue ordenada sacerdotisa del Zen (gran honor para un occidental y, encima, siendo mujer), representante de un Zen muy square, afirma: "En Occidente, el Zen parece que está atravesando una fase de culto. El Zen no es un culto. El problema que aqueja a los occidentales es que quieren creer en algo y al mismo tiempo quieren hacerlo de la manera más fácil. El Zen es un trabajo de autodisciplina y es­tudio que dura toda la vida". Éste no es, por supuesto, el caso de la beat generation, pero hay quien se pregunta si in­cluso la actitud de los jóvenes anárquicos individualistas no representa un aspecto complementario de un sistema de vida zen; el más comprensivo es Alan Watts, que en el ar­tículo citado remite a un apólogo hindú según el cual exis­ten dos "caminos", el del gato y el de la mona: el gatito no hace esfuerzos para vivir, porque su madre lo lleva en la boca; la mona sigue el camino del esfuerzo porque se man­tiene sujeta al dorso de la madre, agarrada a ella por los pelos de la cabeza. Los beatniks siguen el camino del gato. Y con mucha indulgencia Watts, en su artículo sobre el Beat y el Square Zen, concluye que, si alguien quiere pasar algu­nos años en un monasterio japonés, no hay ninguna razón para que no lo haga; pero que sí otro prefiere robar auto­móviles y poner todo el santo día discos de Charlie Parker, a fin de cuentas, Norteamérica es un país libre.

Hay, no obstante, otras zonas de la vanguardia donde podemos encontrar influencias del Zen más interesantes y exactas: más interesantes porque aquí el Zen no sirve tanto para justificar una actitud ética cuanto para promover es­trategias estilísticas; y más exactas, precisamente, porque el reclamo puede ser controlado sobre detalles formales de una corriente o de un artista. Una característica fundamen­tal, tanto del arte como de la no-lógica del Zen, es la re­pulsa de la simetría. La razón es intuitiva, la simetría repre­senta siempre un módulo de orden, una red trazada sobre la espontaneidad, el efecto de un cálculo; y el Zen tiende a dejar crecer los seres y los acontecimientos sin preordenar los resultados. Las artes de la esgrima y de la lucha no ha­cen sino recomendar una actitud de flexible adaptación al tipo de ataque recibido, una renuncia a la respuesta calcu­lada, una invitación a la reacción secundando al adversa­rio. Y en el teatro Kabuki la disposición piramidal a la in­versa, que caracteriza las relaciones jerárquicas de los personajes en escena, está siempre parcialmente alterada y "desequilibrada" de modo que el orden sugerido tenga siempre algo de natural, espontáneo, imprevisto.

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La pin­tura clásica zen no sólo acepta todos estos supuestos enfatizando la asimetría, sino que valora también el espacio como entidad positiva en sí misma, no como receptáculo de las cosas que en él se destacan, sino como matriz de las mismas; hay en este tratamiento del espacio la presunción de la unidad del universo, una omnivaloración de todas las cosas: hombres, animales y plantas se tratan con estilo im­presionista, confundidos con el fondo. Esto significa que en esta pintura hay un predominio de la mancha sobre la línea; cierta pintura japonesa contemporánea muy influida por el Zen es verdadera pintura tachiste, y no es por azar que en las actuales exposiciones de pintura informal los japo­neses estén siempre bien representados. En Norteamérica, pintores como Tobey o Graves están explícitamente consi­derados como representantes de una poética abundante­mente saturada de zenismo, y en la crítica común la refe­rencia a la asimetría zen para calificar las actuales tenden­cias del art brut aparece con cierta frecuencia.

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Por otra parte, es evidente —y se ha dicho muchas ve­ces— que, en las producciones del arte "informal", hay una clara tendencia a la apertura, una exigencia de no concluir el hecho plástico en una estructura definida, de no deter­minar al espectador a aceptar la comunicación de una con­figuración dada, y de dejarlo disponible para una serie de goces libres en los que él escoja los resultados formales que le parezcan oportunos. En un cuadro de Pollock no se nos presenta un universo figurativo concluido: lo ambiguo, lo viscoso, lo asimétrico, intervienen en él precisamente para que la realización plástico-colorística prolifere continua­mente en una incoatividad de formas posibles. En este ofrecimiento de posibilidades, en esta petición de libertad de goce, están la aceptación de lo indeterminado y una re­pulsa de la casualidad unívoca. No podríamos imaginar un seguidor de la action painting que buscase en la filosofía aristotélica de la sustancia la justificación de su arte. Cuando un crítico se remite a la asimetría o a la apertura zen, pode­mos también aducir reservas filológicas; cuando un pintor exhibe justificaciones en términos del Zen, podemos sospe­char de la claridad crítica de su actitud, pero no podemos negar una fundamental identidad de ambiente, una refe­rencia común al movimiento como no-definición de nues­tra posición en el mundo. Una autorización de la aventura en la apertura.
Pero donde se ha dejado sentir la influencia del Zen de manera más sensible y paradójica es en la vanguardia mu­sical de más allá del océano. Nos referimos en particular a John Cage, la figura más discutida de la música norteame­ricana (la más paradójica sin duda de toda la música con­temporánea), el músico con el cual muchos compositores postwebernianos y electrónicos entran a menudo en po­lémica sin poder dejar de sentir, sin embargo, su fascina­ción y el inevitable magisterio de su ejemplo. Cage es el profeta de la desorganización musical, el gran sacerdote de lo casual: la disgregación de las estructuras tradicionales que persigue la nueva música serial con una decisión casi científica encuentra en Cage un destructor carente de toda inhibición. Son conocidos sus conciertos, en los que dos ejecutantes, alternando las emisiones de los sonidos con larguísimos períodos de silencio, arrancan del piano las más heterodoxas sonoridades pellizcando sus cuerdas, gol­peando sus flancos y, por último, levantándose y sintoni­zando una radio en una onda escogida al azar de modo que cualquier aportación sonora (música, palabra o parásitos indiferenciados) pueda insertarse en el hecho interpretado. Al que lo interpela acerca de las finalidades de su música, Cage responde citando a Lao Tzu y advirtiendo al público que sólo chocando con la plena incomprensión y midiendo la propia estulticia podrá éste aprehender el sentido pro­fundo del Tao. Al que le objeta que la suya no es música, Cage responde que, en efecto, no pretende hacer música; y al que le plantea preguntas demasiado sutiles le responde rogándole que repita la pregunta; a la pregunta repetida, ruega de nuevo que renueve la interrogación; al tercer ruego, el interlocutor se da cuenta de que "Por favor, ¿quiere repetirme la pregunta?" no constituye una peti­ción en sí, sino la respuesta a la pregunta en cuestión. Las más de las veces, prepara para quienes lo contradicen unas respuestas prefabricadas, buenas para cualquier pregunta, desde el momento que carecen de sentido. Al oyente super­ficial le gusta pensar en Cage como en un autor de historie­tas escasamente habilidoso, pero sus continuas referencias a las doctrinas orientales deberían ponernos en guardia por lo que a él respecta: más que como músico de van­guardia, debe verse como el más inopinado de los maes­tros del Zen, y la estructura de sus opositores es perfecta­mente idéntica a la de los mundo, las típicas interrogaciones de las respuestas absolutamente casuales con que los maes­tros japoneses conducen el discípulo a la luz. En el plano musical, se puede discutir provechosamente si el destino de la nueva música estriba en el completo abandono a la feli­cidad de lo casual o bien en la disposición de estructuras "abiertas", pero orientadas de acuerdo con los módulos de posibilidad formal.

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Pero, en el plano filosófico, Cage es intocable, su dialéctica Zen es perfectamente ortodoxa, su función de piedra de escándalo y de estimulador de las in­teligencias dormidas es incomparable. Y tenemos que pre­guntarnos si lleva agua al molino de la soteriología Zen o al molino de la música al perseguir un lavado de los hábi­tos musicales adquiridos. El público italiano ha tenido ocasión de conocer a John Cage como concursante de Lascia o Raddoppia para contestar preguntas acerca de hongos; se ha reído de este excéntrico norteamericano que organi­zaba conciertos de cafeteras a presión y batidoras eléctricas ante los ojos aterrados de Mike Buongiorno; y ha con­cluido probablemente que se encontraba frente a un payaso capaz de explotar la imbecilidad de las masas y la complacencia de los mass media. Pero, en efecto. Cage afrontaba esta experiencia con el mismo desinteresado humorismo con que el seguidor del Zen afronta cualquier acontecimiento de la vida, con que los maestros del Zen se llaman uno a otro "viejo saco de arroz", con que el profe­sor Suzuki, preguntado sobre el significado de su primer nombre —Daisetz—, que le impuso un sacerdote Zen, res­ponde que significa "gran tontería" (cuando, en realidad, significa "gran sencillez"). Cage se divertía poniendo a Buongiorno y al público ante el no-sentido de la existen­cia, igual que el maestro del Zen obliga al discípulo a refle­xionar sobre el koan, la adivinanza sin solución de la que surgirá la derrota de la inteligencia y la luz. Es dudoso que Mike Buongiorno haya resultado iluminado, pero Cage habría podido contestarle como contestó a la anciana se­ñora que, después de un concierto suyo en Roma, se le­vantó para decirle que su música era escandalosa, repug­nante e inmoral: "Había una vez en China una señora muy hermosa que hacía enloquecer de amor a todos los hom­bres de la ciudad; cierta vez cayó al fondo de un lago y asustó a los peces". Y, por último, fuera de estas actitudes prácticas, la música misma de Cage revela —aun cuando el autor no hablase implícitamente de ello— muchas y preci­sas afinidades con la técnica de los Nô y de las representa­ciones del teatro Kabuki, si no por otra cosa, por las lar­guísimas pausas alternadas con momentos musicales abso­lutamente puntuales. Quien, además, haya podido seguir a Cage en el montaje de la banda magnética con ruidos con­cretos y sonoridades electrónicas para su Fontana Mix (para soprano y banda magnética), habrá visto que asignaba a distintas cintas ya grabadas una línea de distinto color; que luego llevaba estas líneas a un módulo gráfico para que se entrelazaran casualmente en una hoja de papel; y que, por último, fijados los puntos en que las líneas se cortaban, es­cogía y montaba las partes de la cinta que correspondían a los puntos escogidos al hasard, obteniendo una secuencia sonora regida por la lógica de lo imponderable. En la con­soladora unidad del Tao, cada sonido vale todos los soni­dos, cada encuentro sonoro será el más feliz y el más rico en revelaciones; al que escucha no le quedará sino abdicar de su propia cultura y perderse en la exactitud de un infi­nito musical reencontrado.
Esto por lo que se refiere a Cage; autorizados a recha­zarlo o a contenerlo en los límites de un neodadaísmo de ruptura; autorizados a pensar, cosa no imposible, que su budismo no sea sino una elección metodológica que le permite calificar su propia aventura musical. No obstante, he aquí otro filón que hace que el Zen pertenezca de de­recho a la cultura occidental contemporánea.
Hemos dicho neo-Dada; y debemos preguntarnos si uno de los motivos por los que el Zen ha congeniado con Occidente no será el hecho de que las estructuras imagina­tivas del hombre occidental han adquirido agilidad merced a la gimnasia surrealista y al auge del automatismo. ¿Hay mucha diferencia entre este diálogo: "¿Qué es el Buda? — Tres libras de lino" y este otro: "¿Qué es el violeta? —Una doble mosca"? Formalmente, no. Los motivos son distin­tos, pero es una realidad que vivimos en un mundo dis­puesto a aceptar con una culta y maligna satisfacción los atentados a la lógica.

¿Habrá leído Ionesco los diálogos de la tradición Zen? No es evidente, pero no sabríamos qué diferencia de estructura existe entre un mundo y esta réplica del Salón del Automóvil: "¿Cuánto cuesta este coche? — Depende del precio". Hay aquí la misma aporética circularidad que hay en los koan; la respuesta propone nuevamente la pregunta y así sucesivamente hasta el infinito mientras la razón no firme su capitulación aceptando el absurdo como tejido del mundo. El mismo absurdo del que están saturados los diálogos de Beckett. Con una diferencia, naturalmente: que la burla de Ionesco y de Beckett rezuma angustia y, por tanto, no tiene nada que ver con la serenidad del prudente Zen. Pero aquí está precisamente el sabor de novedad del mensaje oriental, el indudable porqué de su éxito: ataca todo un mundo con los mismos esquemas ilógicos a que se está habituando a través de una literatura de la crisis y le advierte que precisamente, en el fondo de los esquemas ilógicos, en su plena asunción, está la solución de la crisis, la paz. Cierta solución, cierta paz: no la nuestra, diría, no la que buscamos, pero al fin, para aquel que tenga los ner­vios agotados, una solución y una paz.
Sea como fuere, sean o no autorizados los filones, el Zen, al conquistar Occidente, ha invitado a reflexionar in­cluso a las personas críticamente más aguerridas. El psi­coanálisis se ha adueñado a veces en América de los méto­dos del Zen, la psicoterapia en general ha encontrado en algunas de sus técnicas una particular ayuda.

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Jung se inte­resó por los estudios del profesor Suzuki,

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y esta aceptación con perfecta serenidad del no-sentido del mundo resol­viéndolo en una contemplación de lo divino puede parecer una vía de sublimación de la neurosis de nuestro tiempo. Uno de los motivos a los que recurren más a menudo los maestros del Zen al acoger a sus discípulos es el del vacío de la propia conciencia de todo aquello que puede turbar la iniciación. Un discípulo se presenta a un maestro del Zen para pedirle que lo ilumine, el maestro lo invita a sentarse y le ofrece a continuación un cuenco de té de acuerdo con el complejo ritual que preside la ceremonia. Cuando la in­fusión está preparada, la vierte en el cuenco del visitante y continúa aun cuando el líquido comienza a desbordar. Al fin, el discípulo, alarmado, trata de detenerlo advirtiéndole que la taza "está llena". Entonces el maestro contesta: "Como este cuenco, tú rebosas opiniones y razonamientos. ¿Cómo puedo enseñarte el Zen mientras no hayas vaciado tu cuento?" Observemos que ésta no es la invitación de Bacon a desembarazarse de los idola ni la de Descartes a li­brarse de todas las turbaciones y complejos, mejor dicho, de la inteligencia silogizante como turbación y como com­plejo; hasta el punto de que el movimiento siguiente no consistirá en el experimento empírico ni en la búsqueda de las nuevas ideas, sino en la meditación sobre el koan; así pues, en una acción netamente terapéutica. No hay por qué asombrarse de que los psiquiatras y los psicoanalistas hayan encontrado aquí indicaciones convincentes.


Pero también se han encontrado analogías en otros sectores. Cuando apareció, en 1957, Der Satz vom Grund de Heidegger, se notaron desde diferentes ángulos las impli­caciones orientales de su filosofía y hubo quien se remitió expresamente al Zen observando que el escrito del filósofo alemán hacía pensar en un diálogo con un maestro del Zen de Kioto, Tsujimura.

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En cuanto a las demás doctrinas filosóficas, Watts mismo, en la introducción de su libro, habla de conexiones con la semántica, el metalenguaje, el neopositivismo en ge­neral.

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En un principio, las referencias más explícitas las ha hecho la filosofía de Wittgenstein. En su ensayo Zen and the Work of Wittgenstein ,

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Paul Wienpahl observa: "Witt­genstein ha llegado a un estado espiritual semejante al que los maestros del Zen llaman satori, y ha elaborado un método educativo que parece el método de los mundo y de los koan". A primera vista, este hallar la mentalidad del Zen en la raíz del neopositivismo lógico puede parecer, por lo menos, tan asombroso como encontrarla en Shakespeare; no obstante, es preciso recordar siempre que, por lo menos para estimular tales analogías, hay en Wittgenstein la re­nuncia a la filosofía como explicación total del mundo. Existe una primacía conferida al hecho atómico (y, por consiguiente, "puntual") en cuanto irrelato, el rechazo de la filosofía como posición de relaciones generales entre es­tos hechos y su reducción a pura metodología de una des­cripción correcta de los mismos. Las expresiones lingüísti­cas no interpretan el hecho y tampoco lo explican: lo "muestran", indican, reproducen reflexivamente sus cone­xiones. Una proposición reproduce la realidad como una particular proyección suya, pero nada puede decirse acerca del acuerdo entre los dos planos: éste puede sólo mostrarse. Tampoco, aun concordando con la realidad, puede comu­nicarse la proposición, porque en este caso no tendríamos ya una afirmación verificable acerca de la naturaleza de las cosas, sino acerca del comportamiento de quien ha hecho la afirmación (a fin de cuentas, "hoy llueve" no puede co­municarse como "hoy llueve", sino como "X ha dicho que hoy llueve").

Si, además, se quisiera expresar la forma lógica de la oración, tampoco sería posible hacerlo: "Las oraciones pueden representar toda la realidad, pero no pueden re­presentar lo que deben tener en común con ella para po­derla representar: la forma lógica. Para poder representar la forma lógica deberíamos ser capaces de colocarnos, al mismo tiempo que las oraciones, fuera de la lógica, es de­cir, fuera del mundo" (4.12).


Este negarse a salir del mundo, congelándolo en expli­caciones, justifica las referencias al Zen. Watts cita el ejem­plo del monje que contesta levantando su propio bastón al discípulo que lo interrogaba sobre el significado de las co­sas; el discípulo explica con mucha sutileza teológica el sig­nificado del gesto, pero el monje opone que su explicación es demasiado complicada. El discípulo pregunta entonces cuál es la explicación exacta del gesto. El monje contesta levantando de nuevo el bastón. Ahora leamos a Wittgenstein: "lo que puede mostrarse no puede decirse" (4.1212). La analogía sigue siendo externa, pero fascinante; como fascinante, es también el compromiso fundamental de la fi­losofía de Wittgenstein por lo que toca a demostrar que to­dos los problemas filosóficos son insolubles porque care­cen de sentido: los mundo y los koan no tienen otro objetivo.

El Tractatus Logico-Philosophícus puede verse como un crescendo de afirmaciones capaz de impresionar a quién esté familiarizado con el lenguaje del Zen:

El mundo es todo lo que ocurre [1]. Las principales proposiciones y problemas que se han planteado acerca de temas filosóficos no son falsos, pero carecen de sentido. Por consiguiente, no podemos contestar a preguntas de este tipo, sino sólo afirmar su falta de sentido. La mayor parte de las proposiciones y de los problemas de los filóso­fos resultan del hecho de que nosotros no conocemos la lógica de nuestro lenguaje... Y, por consiguiente, no debe asombrarnos que los problemas más profundos no sean en realidad problemas [4.003]. No cómo es el mundo es lo mís­tico (das Mystische), sino qué es [6.44]. La solución del pro­blema de la vida se ve en el desvanecimiento de este pro­blema [6.521]. Existe en verdad lo inexpresable. Ello se muestra; es lo místico [6.522]. Mis proposiciones son expli­cativas en este sentido: quien me comprende, las reconoce al fin carentes de significado, cuando ha pasado a través de ellas, sobre ellas, más allá de ellas. (Debe, por así decirlo, abandonar la escala después de haber subido por ella.) Debe pasar por encima de estas proposiciones: entonces ve el mundo de la manera justa [6.54].


No se precisan muchos comentarios. En cuanto a la úl­tima afirmación, recuerda extrañamente, como se ha ob­servado ya, que la filosofía china usa la expresión "red de palabras" para indicar la rigidez de la existencia en las es­tructuras de la lógica; y que los chinos dicen: "La red sirve para coger el pez: procurad que se atrape el pez y se olvide la red". Abandonar la red o la escala, y ver el mundo, aprehenderlo en una toma directa en la que cada palabra sea un obstáculo, éste es el satori. El que relacione a Wittgenstein con el Zen piensa que sólo existe la salvación del satori para quien ha pronunciado en la escena de la filosofía occidental estas terribles palabras: "De lo que no se puede hablar, se debe callar".


Preciso es recordar que los maestros del Zen, cuando el discípulo hace elucubraciones demasiado sutiles, le dan una buena bofetada, no para castigarlo, sino porque una bofetada es entrar en contacto con la vida sobre la cual no se puede razonar; se la siente y basta. Ahora bien, Wittgenstein, después de haber exhortado muchas veces a sus discípulos a no ocuparse de filosofía, abandonó la activi­dad científica y la enseñanza académica para dedicarse a trabajar en los hospitales, a la enseñanza en las escuelas primarias de los pueblos austriacos. Escogió, en suma, la vida, la experiencia, contra la ciencia.


No obstante, es fácil articular argumentaciones y analogías sobre Wittgenstein y salir de los límites de la exégesis correcta. Wienpahl considera que el filósofo austriaco se acercó a un estado de ánimo de un apartamiento tal de teorías y conceptos en el que todos los problemas queda­ban resueltos por el hecho de estar disueltos. Pero, el aleja­miento de Wittgenstein, ¿es semejante en todo al budista? Cuando el filósofo escribe que la necesidad de acontecer en una cosa, porque otra haya acontecido, no existe porque se trata sólo de una necesidad lógica, Wienpahl interpreta: la necesidad se debe a las convenciones del lenguaje, no es real; el mundo real se resuelve en un mundo de conceptos y, por tanto, en un falso mundo. Pero, para Wittgenstein, las proposiciones lógicas describen la estructura del mundo (6.124). Verdad es que son tautológicas y no dicen absolutamente nada acerca del conocimiento efectivo del mundo empírico, pero no están en contraste con el mundo y no niegan los hechos: se mueven en una dimensión que no es la de los hechos, pero que permite describirlos.

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En suma, la paradoja de una inteligencia derrotada, que se de­secha después de haberla usado, que se desecha cuando se descubre que no sirve, está presente en Wittgenstein como en el Zen: pero para el filósofo occidental subsiste, a pesar de la elección aparente del silencio, la necesidad de usar siempre la inteligencia para reducir a la claridad por lo menos una parte del mundo. No hay que callar en relación con las cosas; sólo sobre aquello de lo que no se puede ha­blar, es decir, sobre la filosofía. Pero quedan abiertos los caminos de la ciencia natural. En Wittgenstein la inteligen­cia se derrota por sí sola porque se niega en el momento mismo en que se usa para ofrecernos un método de verifi­cación; pero el resultado final no es el silencio completo, por lo menos en las intenciones.

Por lo demás, es verdad que las analogías se hacen más estrechas —y la disertación de Wienpahl más persuasiva— con las Phylosophische Untersuchungen. Se observa una impre­sionante analogía entre una afirmación de esta obra ("La claridad que estamos buscando es claridad completa. Pero esto significa simplemente que los problemas filosóficos deben desaparecer completamente" [133]) y el diálogo en­tre el maestro Yao-Shan y un discípulo que le preguntaba qué estaba haciendo con las piernas cruzadas (contesta­ción: "Pensaba en lo que está más allá del pensamiento"; pregunta: "Pero ¿cómo puedes pensar en lo que está más allá del pensamiento?"; respuesta: "No pensando"). Cier­tas frases de las Indagini filosofiche —aquella, por ejemplo, según la cual la tarea de la filosofía es "enseñar a la mosca el camino de la botella"— son, una vez más, expresiones de maestro del Zen. Y, en las Lecture Notes de Cambridge, Wittgenstein indicaba la tarea de la filosofía como una "lucha contra la fascinación que ejercen las formas de representa­ción", como un tratamiento psicoanalítico para liberar a "quien sufra de ciertos calambres mentales producidos pol­la conciencia incompleta de las estructuras de la propia lengua". Es inútil recordar el episodio del maestro que vierte el té. El de Wittgenstein se ha definido como un "po­sitivismo terapéutico", y resulta como una enseñanza que, en vez de dar la verdad, sitúa en el camino para encontrarla personalmente.

En resumidas cuentas, hay que concluir que en Wittgenstein existe efectivamente el desvanecerse de la filosofía en el silencio, en el momento mismo en que se tiene la ins­tauración de un método de rigurosa verificación lógica de clara tradición occidental-. No se dicen cosas nuevas. Wittgenstein tiene estos dos aspectos, y el segundo es el acogido por el positivismo lógico. Decir del primero, el del silencio, que es un aspecto Zen significa hacer en realidad un hábil juego de palabras para decir que se trata de un aspecto místico. Y Wittgenstein forma parte indudablemente de la gran tradición mística germánica y se alinea junto a los que celebran el éxtasis, el abismo y el silencio, desde Eckhart a Suso y a Ruysbroek. Hay quien —como Ananda Coomaras-wamy— ha escrito largamente sobre las analogías entre pensamiento hindú y mística alemana, y Suzuki ha dicho que, para Meister Eckhart, es necesario hablar de verdadero satori.

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Pero aquí las ecuaciones se hacen fluidas, lo que equivale a decir que el momento místico del abandono de la inteligencia clasificadora es un momento recurrente en la historia del hombre. Y para el pensamiento oriental es una constante.
Dando por sentado que Zen = misticismo, se pueden es­tablecer muchos parangones. Las investigaciones de Blyth sobre el Zen en la literatura anglosajona son de este tipo, a mi parecer. Véase, por ejemplo, el análisis de una poesía de Dante Gabriele Rossetti en la cual se describe a un hombre presa de la angustia que busca una respuesta cualquiera al misterio de la existencia. Mientras vaga por el campo en la vana búsqueda de un signo o de una voz, en cierto mo­mento, abatido, se arrodilla en posición de rezo, la cabeza inclinada contra las piernas, los ojos fijos a pocos centíme­tros de las hierbas, lo que hace que advierta de pronto una euforbia silvestre (euphorbia amygdaloides), con su caracterís­tica inflorescencia triple en forma de copa: The woodspurge flowered, three cups in one..

Al ver esto, el alma se abre como en un relámpago, en una repentina iluminación, y el poeta comprende:

From perfect grief there need not be
Wisdom or even memory
One thing then learnt remains to me,
The woodspurge has a cup of three.

De todo el complejo problema que lo dominaba, queda ahora una sola verdad, simple pero absoluta, irrefu­table: la euforbia tiene un cáliz triple. Es una proposición atómica, y el resto es silencio. No hay duda. Y es un descu­brimiento muy propio del Zen, como el del poeta P'ang Yun, que canta: "¡Qué maravilla sobrenatural, / qué mila­gro es éste! / ¡Saco el agua del pozo / y llevo la leña!" Pero así como el mismo Blyth admite que estos momentos Zen son involuntarios, hay que decir que, en los momentos de comunión pánica con la naturaleza, el hombre tiende a descubrir la absoluta y precisa importancia de cada cosa. En este plano se podría hacer un análisis de todo el pensa­miento occidental e ir a parar, por ejemplo, al concepto de complicatio en Nicolás de Cusa. Pero ése sería otro asunto.

De todos estos "descubrimientos" y analogías nos queda, no obstante, un dato de sociología cultural: el Zen ha fascinado a algunos grupos de personas y les ha ofre­cido una fórmula para definir de nuevo los momentos mís­ticos de la cultura occidental y de su historia psicológica in­dividual.

Y esto ha ocurrido también porque, sin duda, entre to­dos los matices del pensamiento oriental, a menudo tan ajeno a nuestra mentalidad, el Zen es el que podía resultar más familiar a Occidente, por el hecho de que su repulsa del saber objetivo no es una repulsa de la vida, sino, por el contrario, una aceptación alegre de la misma, una invita­ción a vivirla más intensamente, una nueva valoración de la misma actividad práctica como condensación, en un gesto descrito con amor, de toda la verdad del universo vivido en la facilidad y en la simplicidad. Una referencia a la vida vi­vida, a las cosas mismas: zu den Sachen selbst.

La referencia a una expresión husserliana surge instin­tivamente ante expresiones como la que usa Watts en el ar­tículo citado: "[...] el Zen quiere que se tenga la cosa misma (the thing itself), sin comentarios". Es preciso recor­dar que, al perfeccionarse en cierto "acto", por ejemplo el tiro al arco, el discípulo del Zen obtiene el Ko-tsu, es decir, cierta facilidad de contacto con la cosa misma en la espon­taneidad del acto; el Ko-tsu es interpretado como un tipo de satori y el satori se ve en términos de "visión" del nou­meno (y podemos decir visión de las esencias); un "inten­cionar", para decirlo de alguna manera, hasta tal punto la cosa conocida, que llegue uno a identificarse con ella.

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El que tenga alguna familiaridad con la filosofía de Husserl podrá observar ciertas innegables analogías; y en la feno­menología hay una referencia a la contemplación de las co­sas más acá de la rigidez de las costumbres perceptivas e in­telectuales, un "poner entre paréntesis" la cosa tal como nos hemos habituado a verla y a interpretarla comúnmente para aprehender con absoluta y vital frescura la novedad y la esencialidad de un "perfil" suyo. Para la fenomenología husserliana, debemos remitirnos a la evidencia indiscutible de la experiencia actual, aceptar el fluido de la vida y vi­virlo antes de separarlo y fijarlo en las construcciones de la inteligencia, aceptándolo en la que es, como se ha dicho, "una complicidad primordial con el objeto". La filosofía como modo de sentir y como "curación". Curarse, en el fondo, desaprendiendo, limpiando el pensamiento de las preconstrucciones, encontrando la intensidad original del mundo de la vida (Lebenswelt). ¿Son palabras de un maestro del Zen mientras vierte el té al discípulo? "La relación con el mundo, como se pronuncia incansablemente en noso­tros, no es nada que pueda hacerse más claro mediante un análisis: la filosofía no puede sino colocarla bajo nuestra mirada, ofrecerla a nuestra comprobación... El único Logos que preexiste es el mundo mismo..." Son palabras de Maurice Merleau-Ponty en su Phénoménologie de la perception. Si, para los textos husserlianos, la referencia al Zen puede tener el valor de referencia debido a cierta agilidad de asociaciones, para otras manifestaciones de la fenome­nología podemos basarnos en indicaciones explícitas. Baste citar a Enzo Paci, que en algunas ocasiones se ha re­mitido a ciertas posiciones del taoísmo y el zenismo para aclarar algunas de sus actitudes.

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Y quien lea o relea los dos últimos capítulos de Dall'esistenzialismo al relazionismo encontrará una actitud de contacto inmediato con las co­sas, un sentir los objetos en su epifanicidad inmediata, que tiene mucho del "retorno a las cosas" de los poetas orien­tales, quienes sienten la profunda verdad del gesto me­diante el cual sacan agua del pozo. También es aquí intere­sante ver cómo la sensibilidad occidental puede advertir, en estas epifanías-contacto de la mística del Zen, algo muy semejante a la visión de los árboles que apareció al Narra­dor de la Recherche en una vuelta del camino, a la mucha­cha-pájaro de James Joyce, a la mariposa enloquecida de los Vecchi versi de Montale...

Quisiera, no obstante, que el lector advirtiera exacta­mente que aquí se trata siempre de explicar por qué el Zen ha fascinado a Occidente. En cuanto a hablar de una vali­dez absoluta del mensaje Zen para el hombre occidental, abrigo amplísimas reservas. Aun frente a un budismo que celebra la aceptación positiva de la vida, el espíritu occi­dental se apartará siempre, por una necesidad irreductible, de reconstruir esta vida aceptada de acuerdo con una orientación deseada por la inteligencia. El momento con­templativo no podrá sino ser un estadio de reanudación, un contacto con la madre tierra para recuperar energía: nunca aceptará el hombre occidental perderse en la con­templación de la multiplicidad, sino que se perderá siem­pre tratando de dominarla y recomponerla. Si el Zen ha re-confirmado, con su antiquísima voz, que el eterno orden del mundo consiste en su fecundo desorden y que todo in­tento de organizar la vida mediante leyes unidireccionales es un modo de perder el verdadero sentido de las cosas, el hombre occidental aceptará críticamente reconocer la rela­tividad de las leyes, pero las reintroducirá en la dialéctica del conocimiento y de la acción bajo forma de hipótesis de trabajo.

El hombre occidental ha aprendido de la física mo­derna que el Azar domina la vida del mundo subatómico y que las leyes y previsiones por las que nos regimos para comprender los fenómenos de la vida cotidiana son válidas sólo porque expresan estadísticas medias aproximadas. La incertidumbre se ha convertido en el criterio esencial para la comprensión del mundo; sabemos que ya no podemos decir: "En el instante X el electrón A se encontrará en el punto B", sino: "En el instante X habrá cierta probabili­dad de que el electrón A se encuentre en el punto B". Sabe­mos que toda descripción nuestra de los fenómenos atómi­cos es complementaria, que una descripción puede opo­nerse a otra sin que una sea verdadera y la otra falsa.

Pluralidad y equivalencia de las descripciones del mundo. Es verdad, las leyes causales se han venido abajo, la probabilidad domina nuestra interpretación de las co­sas; sin embargo, la ciencia de Occidente no se ha dejado atrapar en el terror de la disgregación. Nosotros no pode­mos justificar el hecho de que puedan ser válidas unas leyes de la probabilidad, pero podemos aceptar el hecho de que funcionan, afirma Reichenbach. La incertidumbre y la in­determinación son una propiedad objetiva del mundo físico. Pero el descubrimiento de este comportamiento del microcosmos y la aceptación de las leyes de probabilidad como único medio adecuado para conocerlo deben enten­derse como un resultado de altísimo orden.

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Hay en esta aceptación la misma alegría con que el Zen acepta el hecho de que las cosas sean engañosas y mudables: el taoísmo llama a esta aceptación Wu.
En una cultura subterráneamente fecundada por esta forma mentís, el Zen ha encontrado oídos dispuestos a aco­ger su mensaje como un sustitutivo mitológico de una con­ciencia crítica. Ha encontrado en él la invitación a gozar de lo mudable en una serie de actos vitales en vez de admitirlo solamente como un frío criterio metodológico. Y todo esto es positivo. Pero el Occidente, aun cuando acepta con ale­gría lo mudable y rechaza las leyes causales que lo inmovi­lizan, sin embargo no renuncia a definirlo nuevamente a través de las leyes provisionales de la probabilidad y de la estadística, porque —aun cuando sea en esta nueva plástica acepción— el orden y la inteligencia que "distingue" cons­tituyen su vocación.


NOTAS
1. Citaremos, en particular: Heinrich Dumoulin, Zen Geschichte und Gestalt, Francke Verlag, Munich, 1959; Christmas Humphreys, Zen Buddhism, Allen & Unwin, Londres, 1958; N. Senzaki y P. Reps, Zen Flesh, Zen Bones, Tuttle, Tokio, 1957; Chen-Chi-Chang, The Practice of Zen, Harper, Nueva York, 1959; D. T. Suzuki, Introduction to Zen Buddhism, Rider, Lon­dres, 1949; Robert Powell, Zen and Reality, Allen & Unwin, Londres, 1961; A. W. Watts, The Spirit of Zen, Murray, Londres, 1958.

2. Vid.-Alan W. Watts, "Beat Zen, Square Zen and Zen". Chungo Review (verano 1958) (número único sobre el Zen). Para las relaciones entre Zen y beat generation, vid. también R. M. Adams, Strains of Discords, Corrnell Univ. Pr., Ithaca, 19.58, p. 188.

3. H. K. McCarthy, "The Natural and Unnatural in Suzuki's Zen". Chicago Review, cit.

4. "The Origins of Joy in Poetry", Chicago Review (primavera 1958).

5. Vid., por ejemplo, Carie Ernst, The Kabuki Theatre, Londres, 1956, pp. 182-184.

6. Vid., la nota de Gillo Dorfles en Il devenire delle arti, Einaudi, Turín, 1959. p. 81 ("Il tendere verso l'Asimmetrico"). Dorfles volvió a ocu­parse posteriormente del tema en un amplio ensayo dedicado al Zen pu-blicado primeramente en la "Rivista di Estetica" y posteriormente en Sim bolo, Communicazione, Consumo, Einaudi, Turin, 1962.

7. Como ejemplo de dos actitudes críticas opuestas, vid., en el n." 3 (agosto 1959 de Incontri Musicali, los ensayos de Pierre Boulez (Alea) y Heinz-Klaus Metzger (J. Cage o della liberazione).

8. Vid., por ejemplo, Akihisa Kondo, "Zen in Psychotherapy: The Virtue of Sitting", en Chicago Review, verano de 1958. Véase también E. Fromm, D. T. Suzuki, De Martino, Zen Buddhism and Psychoanalysis, Harper & Bros, Nueva York, 1960.

9. Vid. el prefacio de C. G. Jung a D. T. Suzuki, Inlroductian to Zen Buddhism, Rider, Londres, 1949.

10. Vid el artículo de Egon Vietta, "Heidegger y el maestro Zen", Frankfurter Allgemeine Zeitung (17 abril 1957). Véase también Niels C. Nielsen Jr., Zen Buddhism and The Philosophy of M. Heidegger, Actas del XII Con­greso Int. de Filosofía, vol. X, p. 131.

11. Citamos también la discusión sostenida en la revista "Philosophy East and West" de la Universidad de Honolulú: Van Meter Ames, Zen and American Philosophy, 5 (19.55-1956), pp. 305-320); D. T. Suzuki, Zen. a Reply to V. M. Ames (ib.); Chen-Chi-Chang, The Nature of Zen Buddhism,, 6 ( 1956-1957), p. 333.

12. "Chicago Review", verano de 1958.

13. "En oposición a actitudes de tipo bergsoniano, tenemos en él la más alta valoración de la pura estructura lógica de la expresión: entender ésta... significa llegar a una auténtica comprensión de la realidad" (Fran­cesco Barone, "Il solipsismo linguistico di L. Wittgenstein", Filosofía [octubre 1951]).

14. D. T. Suzuki, Mysticism Christian and Buddhist, Allen & Unwin, Londres, 1957, p. 79. Vid. también Sohaku Ogata, Zen for The West, Rider & Co., Londres, 19.59, pp. 17-20, donde se desarrolla una comparación entre textos del Zen y páginas de Eckhart.

15. Vid., sobre la naturaleza del Ko-tsu, el artículo de Shiniki Hisamatsu, Zen and The Various Acts, "Chicago Review", verano de 19.58.

16. Vid. Esistenzialismo e storicismo, Mondadori, Milán, 1950, pp. 273-280. y, más explícitamente, la conversación radiofónica La crisi dell'inda-gine critica, emitida por el ciclo "La crisis de los valores en el mundo con­temporáneo" en agosto de 1957.

17. Hans Reichenbach, Modern Philosophy of Science, Londres, 1959, pp. 67-78.
En Obra Abierta, 1962



Publicado por Isaías Garde en Factor Serpiente:
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