domingo, 4 de octubre de 2009

REQUIEM - Humberto Díaz Casanueva

Fragmento

I

Como un centinela helado pregunto: ¿quién se esconde

en el tiempo y me mira?

Algo pasa temblando, algo estremece el follaje de la noche,

el sueño errante afina mis sentidos, el oído moral escucha

el quejido del perro de los campos.

Mirad al que empuja el árbol sahumado y se fatiga y  derrama

blancos cabellos, parece un vivo.

Pero no responde nadie sino mi corazón que tiran reciamente con una larga soga.

Nadie, sino el musgo que sigue creciendo y cubre las puertas.

Tal vez las almas desprendidas anden en busca de moradas nuevas.

Pero no hay nadie visible, sino la noche que a menudo entra en el hombre

y echa los sellos.

¡Oh, presentimiento como de animal que apuntan! Terrible punzada que me hace ver.

Como el ciego, lo que está adentro alumbra lo distante,

lo cercano y lo distante júntanse coléricos.

Allá muy lejos, en el país de la montaña devoradora, veo unas lloronas

de cabelleras trenzadas

que escriben en las altas torres, me son familiares y amorosas, y parece que dijeran

                                                                                              “unamos la sangre aciaga”.

¿Hacia dónde caen los ramilletes? ¿por qué componen los atavíos de los difuntos?

¿Quién enturbia las campanas como si alguien durmiera demasiado?

Aquí me hallo tan solo, las manos terriblemente juntas, como culebras asidas y todo se agranda en torno mío.

¿Acaso he de huir?, tomar la lancha que avanza como el sueño sobre las negras aguas? No es tiempo de huir, sino de leer los signos.

¡Cómo ronda el corpulento que una la espalda! Las órdenes horribles sale a cumplir.

De pronto escucho un grito en la noche sagrada, de mi casa lejana, como removidos sus cimientos,

viene una luz cegada, una cierva herida se arrastra cojeando, sus pechos brillan como lunas, su leche llena el mundo lentamente.


II

Ay, ya se por qué me brotan las lágrimas! Por qué el perro no calla y araña los troncos de la tierra, por qué el enjambre de abejas me encierra

y todo zumba como un despeñadero

y mi ser desolado tiembla como un gajo.

Ahora claramente veo a la que duerme. Ay, tan pálida, su cara como una nube desgarrada. Ay, madre, allí tendida, es tu mano que están tatuando, son tus besos que están devorando.

¡Ay, madre!, ¿es cierto, entonces? Te has dormido tan

profundamente que  has despertado más allá de la noche,

En la fuente invisible y hambrienta?

¡Hiéreme memoria de los años perdidos, trechos de légamo, yugo de los dioses.

A las columnas del día que nace se enrosca el rosario repasado

por muchas manos

y el monarca en la otra orilla que sale de mi llorando, un niño

a la carrera con su capa en llamas?

Yo soy, pues, yo mismo, jamás del todo crecido y tantos

años confinado en esta tierra y contrito todo el tiempo,

sujeto por los cabellos sobre el abismo como cualquier

hijo de otros hijos

pero únicamente hijo de ti. ¡Oh, dormida, cuya túnica,

como alzada por la desgracia llega al cielo y flota

y se pliega sobre mi pobre cabeza!


III

¿Puede callar el hombre si está roto por los hados?

Jactarse de rumiar su polvo? Le basta el silencio como un

caudal sombrío?

¿No pertenecen los sordos himnos a los vivos de la coraza partida?

Aunque las palabras no puedan guiarnos debajo de las

piedras porque están llenas de saliva,

                                   (son los carozos que arroja la caravana)

yo he de cantar porque estoy muy triste, tengo miedo y

las horas mudas mecen a mi alma.

Yo vuelvo el rostro hacia el lugar donde la sombra cubre a su recién nacida.

Palpo la piedra oscura que junta los labios, la mojan lágrimas y se enciende un poco y tiembla como si todavía quedaran sílabas cortadas.

Tú eres y no otra, tú que me estás mirando de todas partes y no me pudiste mirar de cerca, cuando las gradas de piedra  aparecieron.

Vi de lejos el ángel que hendía la montaña,

vi tu corona de sudor rodando por la noche,

tu regazo lleno de hielo.

Ahora estamos de orilla a orilla y te llamo y los árboles

se agitan como si fueras a aparecer alumbrada por el cielo.

Madre, ¿qué estás haciendo tan sola en medio del mar?

Y solamente responde mi propio corazón como un bronce vacío. ¿No tienes una cita conmigo? No me dejarás entrar en el valle donde vagabundean las castas y los cuerpos desahogados perseveran?

¿o tal vez no puedo traspasar el umbral porque los muertos se arrojan coronas unos a otros y no me es dado entender los huesos ávidos?

Pero tú sólo estás dormida,

bañada por la luz perpetua del amor

y tu abrasada voluntad vaga entre las cosas terrenas

como un coro desvelado que crece y me arrebata cuando

te llamo en el silencio


IV

Pero  hay un rincón del mundo donde el árbol tiene una quemadura, un aposento en cierta parte del mundo donde mis manos están presas

y mis días lo llenan y lo que allí fue consumido he de representarlo y nada puede ser eludido,

porque el hombre está hecho de la obediencia a los poderosos pastores,

yo sé ¿cómo no de saberlo? Yo sé que allí se encierra el zumbido, el cirio llora sin cesar sobre los tejados y en derredor el vuelo del cielo de las tormentas.

Allí he de llegar como todas las veces al término de un viaje, los regalos atados por una cinta húmeda.

Madre, ¿dónde estás? (Yo esperaré hasta que vuelvas, me dijiste).

¿Dónde está la encina pura en que han hecho alianza los hermanos pájaros?

¿Dónde la gota de ternura del tálamo? La leona de los cachorros?

Y en vano buscaré lo que ahora está solamente dentro de mi y los parientes susurrarán como desvalidos

y las hermanas con el rostro débil por el luto me mostrarán el lecho donde las raíces de la muerte crecieron como locas.

¡Oh, no me mostréis hermanas, oh noble padre  herido por el aletazo, no me mostréis las arenas cernidas, la estera de las pisadas!

Pero dejadme repetir “madre, ¿dónde estás? E impacientarme hasta que el arpa rociada de sangre comience a sonar

y el río nocturno pase ardiendo y una mujer sumergida

llena de saetas

pase por mi propia casa y no se detenga

y la terrible llaga cunda dentro de mí.


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