A los dieciséis empecé por supuesto a escribir poemas, como cualquier otro adolescente. No recuerdo si fue la necesidad
de poesía la causa del florecimiento de mi primer (platónico e inconfesado)
amor, o si fue al revés. La combinación fue un desastre. Pero, como escribí una
vez –si bien en forma de una paradoja que puso en circulación uno de mis
personajes ficticios-, hay dos clases de
poetas: los buenos, que queman sus poemas a los dieciocho años, y los
malos, que siguen escribiendo poesía mientras viven.
Fragmento
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