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Cuaderno Liminar (años diversos) Pág. 33 34
Entre las razones por las
cuales yo no amo las ciudades –son varias-
se halla ésta: la muy vil infancia que regalan a los niños, la
paupérrima, la desabrida y también la canallesca infancia, que en ellas tienen
muchísimas criaturas.
Si yo hubiese de volver a nacer en valles de
este mundo, con todas las desventajas que me ha dejado para la vida entre urbanos mi ruralismo, yo
elegiría cosa no muy diferente de la que tuve entre unas salvajes quijadas de
cordillera: una montaña patrona o unas colinas, ayudadoras de los juegos, o ese
mismo valle de un kilómetro de ancho y dividido por la raya del pequeño río,
como una cabeza femenina.
Por conservar sentidos vívidos
y hábiles, siquiera hasta los doce años, a saber distinguir los lugares por los
aromas; por conocer uno a uno los semblantes de las estaciones; por estimar las
ocupaciones esenciales, que son, precisamente, las bellas, de los hombres antes
de conocerles las suplementarias y groseras: el regar, el podar, el segar, el
vendimiar, el ordeñar, el trasquilar.
Por entrar a los libros a los
diez años, contando ya con una muchedumbre de formas y siluetas legítimas, a
fin de que no se amueble la mente de nombres sino de cosas: cerro, vizcacha,
guanaco, mirlo, tempestad, siesta. (El campo solamente posee la madrugada y la
noche, por ejemplo).
Con el deseo de recibir el
alfabeto de los sonidos, antes de que me den tontamente anticipada la música
adulta.
A fin de que mis manos tomen
posesión concienzuda y fina de los actos de las cosas, y se me individualicen
cabalmente las lanas, los espartos, las gredas, la piedra porosa, la
piedra-piedra; la almendra velluda, la almendra leñosa, y muchísimos
cuerpecitos más, en las palmas conscientes.
La infancia en el campo, que
avergüenza como un vestido de percal a nuestra gente cursi, la he sentido yo
siempre, y la considero todavía, y cada día más, como un lujoso privilegio;
agradeciendo la mía y deseando delante de cualquier niño que ya se endereza, el
que la tenga semejante, cargada del mismo maravilloso que me ha sustentado a
mis cuarenta años.