martes, 26 de mayo de 2015

HIJO DEL SALITRE (Fragmento) - Volodia Teitelboim







“Elías se alojaba en casa de los tíos Lino Alfredo  y Juan Bautista, donde vivía también accidentalmente su hermana María Inés. Situada en calle Unión, entre Amunátegui y  Juan Martínez, detrás del Regimiento de Infantería Carampangue, era una casita muy pobre, de tres piezas. Sus propietarias, unas solteronas que vegetaban rezongando, ocupaban algunas habitaciones en el mismo paño de terreno, dividido por un sórdido pasadizo.

Elías casi no podía dormir. Le zumbaba la cabeza. Le parecía un desperdicio de tiempo roncar en medio de las cosas que estaban pasando. La confusión había desaparecido de su espíritu. El bombardeo de decires ni nada podían rebajar ante su corazón el verdadero significado de la extraña visita de los hombres de la pampa al puerto. El ahora sabía por qué y a qué venían. Cogió los innumerables susurros y los incorporó a su idea dramática para hacerla más grande. No podía maldecirlos. Eran él mismo. Rechazaba las malas palabras  como calumnias. E intuía que allí se abrían las páginas de una nueva época –como Ruiz había dicho- y él debería, por lo menos,  escribir la letra A o un palote de trazo enérgico en ellas.

Andaba por todas partes. Mascullaba presa de un gran amor. Recordaba a Ida, pero no mucho. Advertía que la huelga se había apoderado de él. Ida estaba por ahora arrinconada en una esquina de su alma. La verdad es que no se daba punto de reposo. No había tiempo ni espacio para ese amor.

Era ya un experto en horario de trenes. Acudía diariamente varias veces en medio de la muchedumbre a la estación a esperar la gente de la pampa, que seguía vaciándose como tonel roto. Y allí permanecía largo tiempo escuchando tocar a los músicos huelguistas sus estudiantinas, acordeones y contemplando tremolar las banderas a la entrada de la calle Bulnes. Luego marchaban a la escuela o a la plaza, donde todas las tardes se celebraban mítines.  

Cuando la locomotora asomaba resoplando a lo lejos cundía el alboroto y se precipitaban a dar la bienvenida, como si ellos fueran los dueños de la ciudad. La policía presenciaba  los encuentros a distancia, con aire en apariencia indiferente, sin decir “esta boca es mía”.

Para Elías ir a la estación se transformó en alegre rito. Veía a los pasajeros bajo un tamiz heroico, hermosamente coloreado. Respiraba una gozosa libertad, que nunca antes soñó que existiera.  Los pobres de Iquique se habían hecho un solo ser con los huelguistas. Miraban intermitentes hacia las colinas. Cuando columbraban pampinos descolgarse sobre el puerto, la gente llenaba a prisa sus jarros de agua y salía a recibirlos porque sabía que llegaban muertos de sed. Hubo miembros de la mancomunal que llevaron hasta 16 huelguistas a compartir su mesa y sus camas, generalmente en el suelo pelado y los patios.  Iban a mariscar a Cavancha, no sólo para suplementar la cocinas, sino para volverse también pescadores por unas horas. Algunos comerciantes vendían a mitad de precio, y en ciertos casos regalaban el pan cotidiano. Era ya muy difícil distinguir a los iquiqueños de los pampinos. Acudían mañana y tarde a aguardar los trenes  tras las enseñas de las sociedades de resistencia. Abrían filas para que avanzaran los recién llegados. Iban a la escuela y se sentaban a oír  las historias hasta la hora de almuerzo o de comida. Mientras afuera rondaban los húsares, Elías entraba y salía como Pedro por su casa y allí escuchó de nuevo, con mayores detalles,  la noticia de las muertes en Buenaventura:  ….”


Hijo del Salitre. Volodia Teitelboim Premio Nacional de Literatura 2002.  Colección Clásicos de la Novela Social Chilena. LOM Ediciones.




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